Antes de transcribir la opinión de la Corte, el relator sintetizó
brevemente los antecedentes del caso, del siguiente modo:
«En el último período, esto es, diciembre de 1801, William
Madbury, Dennis Ramsay, Robert Townsend Hooe, y William Harper, a través
de su abogado Charles Lee -ex ministro de Justicia de los EE.UU.- solicitaron
al Tribunal que ordenara a James Madison manifestar las causas por las cuales
la Corte debía abstenerse de exigirle la entrega de los nombramientos
a los demandantes donde se los designaba jueces de paz del Distrito de Columbia.
Esta petición fue apoyada en testimonios (incluyendo uno del hermano
de John Marshall -James-) de los siguientes hechos: que el señor Marshall
estaba enterado de esta petición y que el señor Adams, ex presidente
de los EEUU, elevó al Senado las nominaciones de los candidatos para
ser designados en tales cargos; que el Senado aconsejó y consintió
estas designaciones; que las correspondientes designaciones formales nombrándolos
jueces fueron firmadas por el presidente y, finalmente, que el sello de los
EEUU estaba puesto en debida forma en tales designaciones por el entonces secretario
de Estado (John Marshall); que los solicitantes habían pedido al señor
Madison que les entregara tales nombramientos con resultado negativo y que dichas
designaciones les fueran retenidas.
Sobre estas bases, fue emitida una orden para que el secretario de Estado diera
cuenta de las causas que motivaron su conducta».
Posteriormente, el 24 de febrero de 1803, la Corte emitió la siguiente
opinión conducida por el voto del presidente John Marshall:
‘‘Durante el último período la Corte expidió
una orden para que el secretario de Estado exhibiera los motivos por los cuales
se le denegaba a William Madbury la entrega de su designación como juez
de paz del Condado de Washington, Distrito de Columbia. No se han dado razones
de tal proceder y, ahora, la petición se dirige a obtener de la Corte
un mandamiento que haga efectiva la entrega de dichos nombramientos.
Lo particularmente delicado de este caso, la novedad de algunas de sus circunstancias,
y la verdadera dificultad que encierran los puntos contenidos en el mismo, requieren
una exposición completa de los fundamentos que sostienen la opinión
que dará esta Corte.
Según el orden seguido en el análisis del caso, la Corte ha considerado
y decidido las siguientes cuestiones:
1) ¿Tiene el solicitante derecho al nombramiento que demanda?.
2) Si lo tiene, y ese derecho ha sido violado, ¿proveen las leyes del
país un remedio a esa violación?.
3) Si lo proveen, ¿es dicho remedio un mandamiento que corresponda a
esta Corte emitir?.
La primera cuestión es: ¿Tiene el solicitante derecho al nombramiento
que demanda?.
Es decididamente la opinión de esta Corte que, cuando un nombramiento
ha sido firmado por el presidente la designación debe considerarse hecha;
y que la misma es completa cuando tiene el sello de los EEUU puesto por el secretario
de Estado.
Por lo tanto, teniendo en cuenta que su nombramiento fue firmado por el presidente
y sellado por el secretario de Estado, el Sr. William Madbury está designado;
y como la ley que crea el cargo dio al funcionario (Madbury) el derecho de ejercerlo
por 5 años en forma independiente del Ejecutivo, el nombramiento es irrevocable
por conferir al funcionario designado derechos legítimos que están
protegidos por las leyes de su país.
La retención de su nombramiento, es por lo tanto, un acto que la Corte
considera no respaldado por la ley y por ellos violatorio de legítimos
derechos adquiridos.
Esto nos conduce a la segunda cuestión: Si el derecho existe y ha sido
violado, ¿proveen las leyes del país un remedio a esa violación?.
La esencia misma de la libertad civil consiste, ciertamente, en el derecho de
todo individuo a reclamar la protección de las leyes cuando han sido
objeto de un daño.
Uno de los principales deberes de un gobierno es proveer esta protección.
El gobierno de los EEUU ha sido enfáticamente llamado un gobierno de
leyes y no de hombres. Tal gobierno, ciertamente, dejaría de merecer
ese alto calificativo si las leyes no brindaran modos de reparar la violación
de un derecho legítimamente adquirido.
Si tal cosa fuera a suceder en la jurisprudencia de nuestro país, ello
sólo podría deberse a las especiales características del
caso.
Nos corresponde por lo tanto, preguntarnos si existe en este caso algún
ingrediente que lo exima de investigaciones o que prive a la parte perjudicada
de reparación legal. ¿Está dicho elemento presente en el
caso? ¿Constituye -el acto de entregar o retener una designación
escrita- un mero acto político reservado al Departamento Ejecutivo para
cuyo cumplimiento nuestra Constitución ha depositado la total confianza
en el Ejecutivo supremo, de modo que cualquier conducta desajustada a su respecto
no tenga prevista la consecuente reparación para el caso que dañe
a un individuo?.
Sin duda, tales casos pueden existir. Pero que cada deber asignado a algunos
de los grandes departamentos del Poder Ejecutivo constituya uno de estos casos
es, sin duda, inadmisible.
De ello se sigue, por lo tanto, que el examen de la legalidad de los actos de
los titulares de las reparaciones dependientes del Ejecutivo, depende -en cada
caso- de la naturaleza del acto.
Por la Constitución de los EEUU, el presidente está investido
de algunos importantes poderes políticos cuyo ejercicio está librado
a su exclusivo arbitrio, y por el cual es sólo responsable ante el pueblo,
desde el punto de vista político, y ante su propia conciencia.
Para colaborar con él en el cumplimiento de sus funciones, puede designar
funcionarios que actúen bajo su autoridad y de conformidad con sus órdenes.
En estos casos, los actos de los funcionarios son los actos del presidente,
y sea cual fuere la opinión que pueda merecer el modo en que el Ejecutivo
utiliza sus poderes discrecionales, no existe ni puede existir poder alguno
que los controle. Las materias son políticas, atañen a la Nación,
no a derechos individuales, y habiendo sido confiadas al Ejecutivo, la decisión
del Ejecutivo es terminante.
Lo dicho está claramente ejemplificado en la creación legislativa
del Ministerio de Relaciones Exteriores. El ministro de Relaciones Exteriores
debe desempeñarse, desde que su función es creación legislativa,
precisamente de conformidad con la voluntad del presidente. Es meramente el
órgano a través del cual se transmite la voluntad del presidente.
Los actos de ese funcionario, en su calidad de tal, no pueden ser nunca examinados
por los tribunales.
Pero cuando el Congreso impone a ese funcionario otras obligaciones; cuando
se le encomienda por ley llevar a cabo ciertos actos; cuando los derechos de
los individuos dependen del cumplimiento de tales actos, ese funcionario deja
de ser funcionario del presidente para convertirse en funcionario de la ley;
es responsable ante las leyes por su conducta y no puede desconocer a su discreción
los derechos adquiridos de otros.
La conclusión de este razonamiento es que cuando los titulares de los
departamentos actúan como agentes políticos o confidenciales del
Ejecutivo y no hacen más que poner en práctica la voluntad del
presidente -en aquellos casos en que éste posee poderes discrecionales
legal o constitucionalmente conferidos-, nada puede resultar más claro
que el control de tales actos sólo puede ser político. Pero cuando
se les asigna por ley una obligación determinada de cuyo cumplimiento
depende la vigencia de derechos individuales, parece igualmente claro que todo
aquel que se considere perjudicado por el incumplimiento de tal clase de obligaciones
tiene derecho a recurrir a las leyes de su país para obtener una reparación.
Es por lo tanto la opinión de esta Corte que Madbury tiene derecho a
su nombramiento y que la negativa a entregárselo constituye una clara
violación de ese derecho frente a la cual las leyes de su país
brindan un remedio.
Resta considerar ¿le corresponde el remedio que solicita? Ello depende
de: a) la naturaleza de la medida que solicita, y b) el poder de esta Corte.
Si la medida solicitada fuera concedida, debería dirigirse a un funcionario
del gobierno, y el contenido de la misma consistiría, usando las palabras
de Blackstone, en ‘una orden de hacer algo en particular allí especificado,
que atañe a su cargo y deberes y que la Corte a determinado previamente,
o al menos, supuesto, que es correcto y ajustado a derecho’. O bien, en
las palabras de Lord Mansfield, el solicitante, en este caso, tiene ‘un
derecho a ejecutar un cargo de interés público, y es privado de
la posesión de ese derecho’. Estas circunstancias ciertamente se
dan en este caso.
Pero para que el mandamiento -la medida solicitada- surta los efectos deseados,
debe ser enviada a un funcionario al cual pueda serle dirigida, sobre la base
de los principios legales; y la persona solicitante de la medida debe carecer
de otro recurso legal específico.
Respecto del funcionario al cual se dirigía la medida, la íntima
relación política que existe entre el presidente de los EEUU y
los titulares de los ministerios hace particularmente fastidiosa y delicada
cualquier investigación legal de sus actos, y hasta puede dudarse de
que corresponda llevar a cabo tales investigaciones. /es común que la
gente en general no reflexione ni examine a fondo las impresiones que recibe
y, desde tal punto de vista, no sería conveniente que en un caso como
éste se interprete la atención judicial del reclamo de un particular
como una forma de intromisión en la esfera de prerrogativas exclusivas
del Poder Ejecutivo.
No es necesario que la Corte renuncie a toda su jurisdicción sobre tales
asuntos. Nadie sostendría tan absurda y excesiva extravagancia ni por
un momento. La competencia de la Corte consiste, únicamente, en decidir
acerca de los derechos de los individuos y no en controlar el cumplimiento de
los poderes discrecionales del presidente o sus ministros. Los asuntos, que
por su naturaleza política o por disposición constitucional o
legal, está reservados a la decisión del Ejecutivo no pueden ser
sometidos a la opinión de la Corte.
Pero si no se tratara de un asunto de tal naturaleza; si, lejos de constituir
una intrusión en los asuntos propios del gabinete, estuviera únicamente
vinculado con un papel cuya obtención la ley permite sólo a condición
del pago de 10 centavos; si ello no supusiese intromisión alguna en materias
sobre las cuales se considera al Ejecutivo como no sujeto a control alguno;
¿qué habría en la alta condición del funcionario
que impidiera a un ciudadano reclamar sus derechos ante un tribunal de justicia,
o que prohibiera a éste atender el reclamo, o expedir una orden mandando
el cumplimiento de una obligación no dependiente de los poderes discrecionales
del Ejecutivo, sino de los actos particulares del Congreso y de los poderes
discrecionales del Ejecutivo, sino de los actos particulares del Congreso y
de los principios generales del derecho?.
Si uno de los titulares de los departamentos de Estado comete un acto ilegal
amparándose en su cargo, dando lugar a un reclamo de un ciudadano afectado,
no puede sostenerse que su cargo, por sí solo, lo exima de ser juzgado
por el procedimiento ordinario y obligado a obedecer el juicio de la ley.
¿Cómo podría entonces su cargo exceptuarlo de la aplicación
de este modo particular de decidir acerca de la legalidad de su conducta si
el caso no reviste diferencia alguna con cualquier otro en el cual un individuo
común sería procesado?.
No es por el cargo que tenga la persona sino por la naturaleza de aquello que
se le ordene hacer que se juzgará la pertinencia del mandamiento. Cuando
un ministro actúa en un caso en que se ejercen los poderes discrecionales
del Ejecutivo y donde el funcionario actúa como mero órgano de
la voluntad del presidente, correspondería rechazar sin la menor duda
todo pedido a la Corte para que ejerza un control de tal conducta a cualquier
respecto. Pero cuando la conducta del funcionario es encomendada por la ley
-de modo tal que su cumplimiento o incumplimiento afecte los derechos absolutos
de los individuos- la cual no se encuentra bajo la dirección del presidente
y no puede presumirse que éste la haya prohibido, como por ejemplo, registrar
un nombramiento o un título de propiedad que ha cumplido todas las formalidades
de la ley, o entregar una copia de tales registros; en esos casos, no se advierte
sobre qué bases los tribunales de la Nación podrán estar
menos obligados a dictar sentencia que si se tratara de funciones atribuidas
a otro individuo que no fuese ministro.
Este, por lo tanto, es un claro caso en el que corresponde emitir un mandamiento,
sea de entrega de la designación o de una copia de la misma extraída
de los registros correspondientes, quedando entonces, por resolver, una sola
cuestión: ¿puede la Corte emitir ese mandamiento?.
La ley por la que se establecen los tribunales judiciales en los EEUU autoriza
a la Corte Suprema a emitir mandamientos, en casos en que fuesen comprendidos
según los principios y las costumbres del derecho, a cualquier tribunal
o persona designado en su oficio bajo la autoridad de los EEUU.
Siendo el secretario de Estado un funcionario bajo la autoridad del gobierno
de los EEUU., se encuentra precisamente comprendido en las previsiones de la
ley precitada; y si esta Corte no está autorizada a emitir una orden
de ejecución a tal funcionario, sólo puede ser a causa de la inconstitucionalidad
de la ley, incapaz por ello, de conferir la autoridad y de asignar las obligaciones
que sus palabras parecen conferir y asignar. La Constitución deposita
la totalidad del Poder Judicial de los EEUU. en una Corte Suprema y en tantos
tribunales inferiores como en Congreso establezca en el transcurso del tiempo.
Este poder se extiende expresamente al conocimiento de todas las causas que
versen sobre puntos regidos por las leyes de los EEUU. y, consecuentemente,
de algún modo puede extenderse al presente caso ya que el derecho invocado
deriva de una ley de los EEUU. Al distribuir este poder la Constitución
dice: «En todos los casos concernientes a embajadores, ministros y cónsules
extranjeros, y en los que alguna provincia fuese parte, la Corte Suprema ejercerá
jurisdicción originaria. En todos los casos mencionados anteriormente,
la Corte ejercerá su jurisdicción por apelación».
Se ha sostenido ante el Tribunal que, como otorgamiento constitucional de jurisdicción
a la Corte Suprema y a los tribunales ordinarios es general, y la cláusula
que asigna las causas de jurisdicción originaria a la Corte Suprema no
contiene expresiones negativas o restrictivas, el Poder Legislativo mantiene
la facultad de atribuir competencia originaria a la Corte en otros casos que
los precedentemente indicados, tomando en cuenta que tales casos pertenecen
al Poder Judicial de los Estados Unidos.
Si se hubiera querido dejar librado a la discreción del Poder Legislativo
la posibilidad de distribuir el Poder Judicial entre la Corte Suprema y los
tribunales inferiores, habría sido ciertamente inútil hacer otra
cosa que definir el ámbito de competencia del Poder Judicial en general,
mencionando los tribunales a los que corresponde ejercerlo. Si ésta es
la interpretación correcta, el resto de la norma constitucional carece
de sentido.
Si el Congreso tiene la libertad de asignar a esta Corte competencia por apelación
en los casos en los que la Constitución le asigna competencia originaria
y fijarle competencia originaria en los casos en que le corresponde ejercerla
por apelación, la distribución hecha en la Constitución
es la forma carente de contenido.
Las palabras afirmativas son, a menudo en su operatividad, negatorias de otros
objetos que los prescriptos, y en este caso debe asignárseles ese sentido
so pena de privarlas de sentido absoluto. No puede presumirse que cláusula
alguna de la Constitución este pensada para no tener efecto, por lo tanto,
la interpretación contraria es inadmisible salvo que el texto expreso
de la Constitución así lo manifieste. Cuando un instrumento legal
organiza las bases fundamentales de un sistema judicial dividiéndolo
en una Corte Suprema y en tantas inferiores como el Congreso decida, enumerando
sus poderes y distribuyéndolos mediante la delimitación de los
casos en los que la Corte Suprema ejercerá jurisdicción originaria
y aquellos en que la ejercerá por vía de apelación, el
sentido evidente de las palabras parece ser que en una clase de casos la competencia
será originaria y no en los demás. Si cualquier otra interpretación
convirtiera en inoperante dicha cláusula, tendríamos allí
una razón adicional para rechazarla y para adherir al sentido obvio de
las palabras. Luego, para que esta Corte esté en condiciones de emitir
una orden de ejecución como la que se pide, debe demostrarse que se trata
de un caso de competencia por apelación.
Se ha dicho en el Tribunal que la jurisdicción apelada puede ejercerse
de diversos modos y que siendo la voluntad del Congreso que un mandamiento pueda
ser emitido en el ejercicio de la jurisdicción apelada (ver ley de organización
judicial de los EEUU de 1789), dicha voluntad debe ser obedecida. Esto es cierto,
pero no obstante ello, la jurisdicción debe ser apelada y no originaria.
Es el criterio esencial de la jurisdicción por apelación, que
ella abarca tópicos previamente determinados y no crea otros nuevos.
Por ello, aunque es posible emitir un mandamiento a los tribunales inferiores,
hacerlo respecto de un funcionario para que entregue un documento es lo mismo
que intentar una acción originaria para la obtención de dicho
documento y por ello, no parece pertenecer a la jurisdicción apelada
sino a la originaria. Tampoco es necesario en este caso, capacitar a la Corte
para que ejerza su competencia por vía de apelación. Por lo tanto,
la autoridad otorgada a la Corte Suprema por la ley de organización judicial
de los EEUU. para emitir órdenes directas de ejecución de conductas
a funcionarios públicos, no parece estar respaldada en la Constitución,
y hasta se hace necesario preguntarse si una competencia así conferida
pueda ser ejercida.
La pregunta acerca de si una ley contraria a la Constitución puede convertirse
en ley vigente del país es profundamente interesante para los EEUU. pero,
felizmente, no tan complicada como interesante. Para decidir esta cuestión
parece necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se suponen
establecidos como resultado de una prolongada y serena elaboración. Todas
las instituciones fundamentales del país se basan en la creencia de que
el pueblo tiene el derecho preexistente de establecer para su gobierno futuro
los principios que juzgue más adecuados a su propia felicidad. El ejercicio
de ese derecho supone un gran esfuerzo, que no puede ni debe ser repetido con
mucha frecuencia. Los principios así establecidos son considerados fundamentales.
Y desde que la autoridad de la cual proceden es suprema, y puede raramente manifestarse,
están destinados a ser permanentes. Esta voluntad originaria y suprema
organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones específicas.
Puede hacer sólo esto, o bien fijar, además, límites que
no podrán ser transpuestos por tales poderes.
El gobierno de los EEUU. es de esta última clase. Los poderes de la legislatura
están definidos y limitados. Y para que estos límites no se confundan
u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué objeto
son limitados los poderes y a qué efectos se establece que tal limitación
sea escrita si ella puede, en cualquier momento, ser dejada de lado por los
mismos que resultan sujetos pasivos de la limitación?.
Si tales límites no restringen a quienes están alcanzados por
ellos y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la distinción
entre gobierno limitado y gobierno ilimitado queda abolida.
Hay sólo 2 alternativas demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución
controla cualquier ley contraria a aquélla, o la Legislatura puede alterar
la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre tales alternativas
no hay términos medios: o la Constitución es la ley suprema, inalterable
por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y de tal
modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efecto siempre
que al Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una
ley contraria a la Constitución no es ley; si en cambio es verdadera
la segunda, entonces las constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo
para limitar un poder ilimitable por naturaleza.
Ciertamente, todos aquellos que han elaborado constituciones escritas las consideran
la ley fundamental y suprema de la Nación, y consecuentemente, la teoría
de cualquier gobierno de ese tipo debe ser que una ley repugnante a la Constitución
es nula. Esta teoría está íntimamente ligada al tipo de
Constitución escrita y debe, por ello, ser considerada por esta Corte
como uno de los principios básicos de nuestra sociedad. Por ello esta
circunstancia no debe perderse de vista en el tratamiento ulterior de la materia.
Si una ley contraria a la Constitución es nula, ¿obliga a los
tribunales a aplicarla no obstante su invalidez?. O bien, en otras palabras,
no siendo ley, ¿constituye una norma operativa como lo sería una
ley válida? Ello anularía en la práctica lo que se estableció
en la teoría y constituiría, a primera vista, un absurdo demasiado
grueso para insistir en él. Sin embargo la cuestión merece recibir
un atento tratamiento.
Sin lugar a dudas, la competencia y la obligación del Poder Judicial
es decidir qué es ley. Los que aplican las normas a casos particulares
deben por necesidad exponer e interpretar esa norma. Si 2 leyes entran en conflicto
entre sí el tribunal debe decidir acerca de la validez y aplicabilidad
de cada una. Del mismo modo cuando una ley está en conflicto con la Constitución
y ambas son aplicables a un caso, de modo que la Corte debe decidirlo conforme
a la ley desechando la Constitución, o conforme a la Constitución
desechando la ley, la Corte debe determinar cuál de las normas en conflicto
gobierna el caso. Esto constituye la esencia misma del deber de administrar
justicia. Luego, si los tribunales deben tener en cuenta la Constitución
y ella es superior a cualquier ley ordinaria, es la Constitución y no
la ley la que debe regir el caso al cual ambas normas se refieren.
Quienes niegan el principio de que la Corte debe considerar la Constitución
como la ley suprema, se ven reducidos a la necesidad de sostener que los tribunales
deben cerrar los ojos a la Constitución y mirar sólo a la ley.
Esta doctrina subvertiría los fundamentos mismos de toda constitución
escrita. Equivaldría a declarar que una ley totalmente nula conforme
a los principios y teorías de nuestro gobierno es, en la práctica,
completamente obligatoria. Significaría sostener que si el Gobierno actúa
de un modo que le está expresamente prohibido la ley así sancionada
sería, no obstante tal prohibición, eficaz. Estaría confiriendo
práctica y realmente al Congreso una omnipotencia total con el mismo
aliento con el cual profesa la restricción de sus poderes dentro de límites
estrechos. Equivaldría a establecer al mismo tiempo los límites
y el poder de transgredirlos a discreción.
Reducir de esta manera a la nada lo que hacemos considerado el más grande
de los logros en materia de instituciones políticas -una constitución
escrita- sería por sí mismo suficiente en América, donde
las constituciones escritas han sido vistas con tanta reverencia, para rechazar
la tesis. Pero las manifestaciones particulares que contiene la Constitución
de los EEUU. construyen un andamiaje de argumentos adicionales en favor del
rechazo de esta interpretación.
El Poder Judicial de los EEUU. entiende en todos los casos que versen sobre
puntos regidos por la Constitución.
¿Pudo, acaso, haber sido la intención de quienes concedieron este
poder, afirmar que al usar la Constitución, no debería atenderse
a su contenido? ¿Que un caso regido por la Constitución debiera
decidirse sin examinar el instrumento que lo rige?.
Esto es demasiado extravagante para se sostenido.
En ciertos casos, la Constitución debe ser interpretada y analizado su
contenido por parte de los jueces.
Y si de este modo los jueces pueden abrir y examinar la totalidad de la Constitución
¿qué parte de ella les está prohibido leer u obedecer?.
Hay muchas otras partes de la Constitución que ilustran esta materia.
Dice la Constitución que: ‘ningún impuesto o carga se impondrá
sobre artículos exportados desde cualquiera de los estados’. Supongamos
una carga impuesta sobre la exportación de algodón, o de tabaco
o harina, y supongamos que se promueve una acción judicial destinada
a exigir la devolución de lo pagado en virtud de dicha carga.
¿Debe darse un pronunciamiento judicial en tal caso?. ¿Deben los
jueces cerrar los ojos a la Constitución y ver sólo la ley?.
La Constitución prescribe que: ‘No se sancionarán leyes
conteniendo condenas penales individualizadas ni leyes retroactivas’.
Si, no obstante, tales leyes son sancionadas y una persona es procesada bajo
tales leyes ¿debe la Corte condenar a muerte a esas víctimas a
quienes la Constitución manda proteger?.
Dice la Constitución: ‘Ninguna persona será procesada por
traición salvo mediante el testimonio de 2 testigos sobre el mismo acto
o mediante su confesión pública ante un tribunal de justicia’.
En este caso, el lenguaje de la Constitución está especialmente
dirigido a los tribunales. Les prescribe directamente una regla de prueba de
la que no pueden apartarse.
Si la Legislatura modificara esa norma y permitiera la declaración de
un solo testigo o la confesión fuera de un tribunal de justicia como
requisitos suficientes de prueba, ¿debería la norma constitucional
ceder frente a esa ley?.
Mediante estos y muchos otros artículos que podrá seleccionarse
es claro que los constituyentes elaboraron ese instrumento como una regla obligatoria
tanto para los tribunales como para la Legislatura.
¿Por qué motivo, si no, prescribe a los jueces jurar su cumplimiento?
Este juramento apela, ciertamente, a su conducta en el desempeño de su
cargo de carácter oficial.
!Qué inmoralidad sería imponérselos, si ellos (los jueces)
fueran a ser usados como instrumentos -y como instrumentos conscientes- de la
violación de lo que juran respetar!
El juramento del cargo judicial impuesto por el Congreso, es también
completamente ilustrativo de la opinión legislativa sobre esta cuestión.
Este juramento dice: ‘juro solemnemente que administraré justicia
sin importar las personas y haré justicia igualmente al pobre como al
rico; y que desempeñaré leal e imparcialmente todas las obligaciones
atinentes a mi cargo como..., de acuerdo a mis mejores capacidades y comprensión,
conforme con la Constitución y las leyes de los EEUU.’.
¿Por qué motivo jura un juez desempeñar sus deberes de
acuerdo con la Constitución de los EEUU., si esa Constitución
no fuera una norma obligatoria para su gobierno? ¿Si estuviere cerrada
sobre él y no pudiera ser inspeccionada por él?.
Si fuera ese el estado real de las cosas, constituiría algo peor que
una solemne burla.
Pero además de ello, imponer, tanto como jurar en esos términos
sería una hipocresía.
No es tampoco inútil observar que, al declarar cual será la ley
suprema del país, la Constitución en sí misma es mencionada
en primer lugar, y no todas las leyes de los EEUU. tienen esa calidad, sino
sólo aquellas que se hagan de conformidad con la Constitución.
De tal modo, la terminología especial de la Constitución de los
EEUU. confirma y enfatiza el principio, que se supone esencial para toda constitución
escrita, de que la ley repugnante a la Constitución es nula, y que los
tribunales, así como los demás poderes, están obligados
por ese instrumento.
Por ello, se rechaza la petición del demandante. Cúmplase".-
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