Fallo Merck Química Argentina c/ Gobierno de la
Nacion s/Interdicto
Fallos Clásicos
modelos contratos comerciales civiles penales
Merck Química Argentina c/ Gobierno de la Nacion s/Interdicto
Buenos Aires, junio 9 de 1948.
Y vistos los autos “Merck Química Arg. c/Gobierno de la Nación
s/Interdicto”, en los que se ha concedido el recurso extraordinario a
fs.165
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en el hecho de que la sentencia de la
Cámara Federal de la Capital que rechazó la acción promovida,
al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en cumplimiento
de diversos decretos-leyes y en especial los números 6945/45 , 7035/45
, 10.935/45 y 11.599/46 con referencia a la vigilancia, incautación y
disposición de la propiedad enemiga, ha consentido la desposesión
arbitraria de los bienes afectados por actos irritantes del gobierno de facto
que, en resumen y frente a las disposiciones de la Constitución Nacional,
los tratados internacionales a los cuales antes de ahora se ha adherido la República
y a toda la tradición histórica argentina, comportan flagrante
violación tanto de los propósitos fundamentales perseguidos en
el Preámbulo de la Constitución, como del derecho de propiedad
y garantía de la defensa en juicio, sin perjuicio todo ello, de la errónea
y peligrosa extensión de facultades que a través de doctrina y
jurisprudencia extrañas a nuestras instituciones e inaplicables por ende
en el derecho público argentino, transforma los poderes de guerra en
un peligroso instrumento de discrecionalismo antijurídico.
Que con igual objetivo reparador sostiénese, además, con abundantes
argumentos extraídos de distintas prescripciones locales o normas internacionales
de arraigo en el país o bien referidos a la inexistencia de un estado
de guerra real y efectivo, que el P.E. dispuso por sí, con total prescindencia
de la actora y de la vía legal o los procedimientos judiciales del caso
y equiparables en cierta medida a los indicados en la expropiación forzosa
contemplada en el art. 2512 y concordantes del Código Civil, la liquidación
a raíz del retiro de la personería jurídica de la apelante,
de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes
que el P.E. había sometido a contralor primero y ocupación después,
aduciendo que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países
con los cuales la República estaba en guerra. Y como el interdicto con
que la sociedad “Merck Química Argentina” se proponía
obtener el remedio de lo que consideraba un despojo, fue rechazado en segunda
instancia por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus
ulterioridades entre las cuales se encuentra la liquidación mencionada,
constituyen el ejercicio de los poderes de guerra que por su naturaleza no son
susceptibles de ser sometidos al contralor judicial, el rechazo de la acción
importa según la recurrente, la privación de su propiedad sin
forma alguna de juicio y contraria por consiguiente a las expresas garantías
acordadas en los arts. 17, 18 y 95 de la Const. Nacional.
Que planteado, así, en términos generales, el recurso extraordinario
traído a conocimiento y decisión de esta Corte Suprema, cabe señalar
en primer término, que cualesquiera pudieran ser los defectos con que
el juicio ha sido iniciado y proseguido -por confusión de la acción
posesoria y petitoria- lo cierto es que, admitido el recurso por entenderse
que los actos del P.E. comportaban menoscabar principalmente el derecho de propiedad,
el caso cae dentro de las disposiciones del art. 14 de la ley n°48.
Que por lo tanto, tomando en consideración las alegaciones y agravios
expresados por la parte actora y a mérito de los fundamentos y conclusiones
a que arriba el fallo apelado corriente de fs. 126 a 144 vta., el presente recurso
se circunscribe principalmente a decidir, si el ejercicio de los poderes de
guerra por parte del órgano de gobierno investido de tales atribuciones
por la Constitución Nacional -en el caso, el Presidente de la República-
está o puede estar fuera de la intervención de los tribunales
de justicia, cuando como en el sub- lite y al invocarse las garantías
civiles reconocidas indistintamente a todos los habitantes de la Nación,
se requiere el amparo judicial a fin de proteger o restablecer el goce de los
derechos individuales presuntivamente vulnerados en ocasión del ejercicio
de los mencionados poderes de guerra. No otra cosa importan las diversas articulaciones
traídas al debate que, en síntesis de todas ellas, concentran
en el condicionamiento del ejercicio de los poderes de guerra todos y cada uno
de los capítulos de impugnación a la sentencia recurrida.
Que a los efectos de resolver, pues, sobre el punto debatido como esencial y
alrededor del cual giran las demás cuestiones incidentales introducidas
en el extenso memorial de agravios agregado de fs. 171 a 238 de estos autos,
corresponde dejar establecido en primer término que, cualquier fuera
la inteligencia o alcance que se pretenda asignarles, no cabe discusión
alguna sobre la existencia y preexistencia de tales poderes de guerra, por cuanto
los principios rectores de que están informados en mira a la salvaguardia
de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar económico-social
que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad civil ("El
Federalista", número XLI), son forzosamente anteriores y, llegado
el caso, aun mismo superiores a la propia Constitución confiada a la
defensa de los ciudadanos argentinos (art. 21) y cuya supervivencia futura con
más la supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerda
o protege, queda subordinada a las alternativas del estado de guerra defensiva
al cual el país puede encontrarse avocado en cualquier momento.
Que por análogas causales de excepcionalidad manifiesta pero no por ello
imprevista, puesta por tanto al servicio irrenunciable de la custodia en todos
los terrenos de la independencia y soberanía nacional que descansa sobre
una inmutable base histórico-militar, geográfica, social, ética
y política que constituye la más preciada e indiscutible razón
de ser de la nacionalidad, es de todo punto innegable tanto el absoluto derecho
del Estado para recurrir a la guerra cuando la apremiante necesidad de ella
conduce fatalmente a tales extremos, como el derecho a conducirla por los medios
indispensables que las circunstancias lo impongan y sin más limitaciones
que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle impuesto la Constitución
o los tratados internacionales en plena vigencia.
Que, considerado así, es notoriamente evidente que el Estado y, en su
delegación constitucional, el órgano político munido constitucionalmente
de las expresas atribuciones para hacer efectiva la defensa de los supremos
intereses de la Nación, es en principio, el único árbitro
en la conducción de la guerra promovida en causa propia.
Que fluye de todo lo expresado anteriormente que, el acto de autoridad y soberanía
mediante el cual un país entra en guerra con las modalidades que le ha
impreso el complejo arte militar moderno, muy diferente por cierto al que se
practicaba al tiempo de la sanción de nuestra Carta Fundamental, faculta
a los órganos de gobierno que deban conducirla ejecutiva o legislativamente,
a prever y realizar todo lo necesario y que no esté expresa e indubitativamente
prohibido en esa materia por su propia legislación, a realizar cuanto
fuese indispensable hasta donde lo permitan y hasta obliguen las necesidades
militares y los intereses económico-políticos conexos con aquéllas,
acechada como puede estar la Patria, por la conjunción del esfuerzo bélico-financiero
del enemigo dispuesto no sólo a aniquilar los efectivos militares, las
reservas económicas, las fuentes de producción local, las vías
de comunicación aéreas, marítimas y terrestres y su mismo
comercio interior o exterior, sino también, a usar alevemente los recursos
introducidos o mantenidos o controlados subrepticiamente en el país llevado
a la guerra, como igualmente, a acrecer mediante esos mismos recursos en poder
o a la orden aparente de particulares o asociaciones obrantes pérfidamente
como prestanombres, las fuentes de su potencialidad y capacidad de resistencia
en todos los frentes internacionales en que la contienda pueda extenderse.
Que a mérito de este mismo razonamiento, ajustado por otra parte a la
realidad circundante en las últimas conflagraciones universales, puede
afirmarse que si bien y en la superficialidad aparente de los hechos el fin
no justifica los medios o que la victoria no da derechos como enfáticamente
lo tiene proclamado la República desde tiempo atrás y ha sido
objeto de especial invocación por la recurrente, ello no puede traducirse
en un renunciamiento total que coloque a la Nación en el camino de su
derrota, su desmembramiento interno y su desaparición como entidad soberana.
La realidad jurídica no puede prescindir de la realidad de la vida, que
es la que explica la razón de su organización política
y flexibiliza o adopta la letra de sus instituciones básicas. De allí
que, la generosidad y el hondo humanismo de que están impregnadas las
doctrinas argentinas, no pueden convertirse en el instrumento de su perdición,
frente a cualquier enemigo que practique doctrinas opuestas, fundamentadas en
el derecho de la victoria.
Que prescindiendo de los antecedentes patrios y las probables fuentes de los
ensayos locales, tampoco es posible desconocer que tanto las cláusulas
21, 22 y 23 del art. 67 de la Constitución, como sus concordantes consignadas
en los incisos 15, 16, 17 y 18 del art. 86 de la citada Constitución,
que reconocen en la diversidad o complementación o compenetración
de atribuciones los poderes de guerra de cada una de esas ramas del gobierno
nacional, han sido trasladadas casi al pie de la letra o por lo menos con identidad
de propósitos, de análogas o parecidas prescripciones adoptadas
por la Constitución Federal de los Estados Unidos de Norteamérica
(art. I, sec. 8, cláusulas 10, 11, 12, 13, 14 y 15; y art. II, sec. 2,
inc. 1). Por cuya razón y sin caer por esto dentro de la clásica
polémica entre Alberdi y Sarmiento acerca del valor o la obligatoriedad
de la doctrina y la jurisprudencia de aquel país, tal como ha sido insinuado
en autos, no sería empero prudente subestimar los valiosos elementos
de interpretación y aplicación que allí sirvieron para
aquilatar el alcance de los preceptos constitucionales relacionados con los
poderes de guerra.
Que a ese mismo respecto y si bien como se ha hecho expreso mérito en
la litis, esta Corte Suprema tiene dicho en cuanto a la importancia y practicidad
de la doctrina y la jurisprudencia norteamericana, que ".... podemos y
debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones
peculiares" (Fallos, 19, 231) o más terminantemente aun: "...cuyos
precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también
lo es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél (modelo),
nuestras instituciones son originales y no tienen más precedentes y jurisprudencia
que los que se establecen en nuestros tribunales" (Fallos, 68, 227), igualmente
no es menos cierto que por ajustada adopción de esta doctrina de la Corte,
frente al silencio que guardan las respectivas actas del Congreso General Constituyente
de 1853 (sesiones del 28 y 29 de abril), el laconismo del texto constitucional
y la inadecuada jurisprudencia federal argentina al caso de autos que para otras
circunstancias o soluciones se registra en los fallos que han sido citados por
la parte actora, la raíz y la orientación originaria de nuestros
poderes de guerra, autorizan a recurrir a aquellas únicas fuentes interpretativas,
tanto más, cuanto que las sucesivas guerras en que se ha visto envuelta
aquella nación desde los albores de su independencia hasta nuestros días
-que implican por consiguiente la conducción de la guerra dentro de los
viejos y de los nuevos principios auspiciados o estructurados por el Derecho
Internacional- le han permitido elaborar una constante doctrina adaptable a
todas las naciones americanas que en esa parte, siguieron casi exclusivamente
aquel modelo y que en ausencia de una doctrina estable condicionada a las necesidades
de la guerra moderna, encuentran en aquellos antecedentes, una inapreciable
guía de esclarecimiento para resolver sus propios y casi novedosos problemas
bélicos.
Que, entendido así, carece de importancia práctica discutir acerca
de si los poderes de guerra de que está investido el Presidente de la
República (inc. 18, art. 86, Constitución Nacional), encuentran
su fuente y fundamento y hasta la medida de la extensión de los poderes
de guerra en el precitado inciso, por cuanto y como se ha expresado precedentemente,
esos poderes son anteriores y aun superiores a la propia Constitución
que debió ser consecuente consigo misma y con la defensa de su intangibilidad
frente a la amenaza enemiga, tanto que reconociéndolo implícitamente
así, se ha circunscripto a encomendar esa defensa y la conducción
de la guerra tendiente a tales fines e inseparable como es obvio de la defensa
de la independencia nacional, al Presidente de la República como comandante
en jefe que es a su vez de todas las fuerzas del mar y tierra de la Nación
(art. 86, inc. 15), dejando librado a su mejor acierto la forma y los medios
más convenientes para salvaguardar exitosamente los sagrados intereses
de la República, comprometidos en cualquiera de los terrenos en que la
guerra de cada tiempo pueda incidir peligrosamente sobre la vitalidad de la
Patria.
Que por idénticas consideraciones es que Story, al comenzar como tratadista
e interpretar como juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos la pertinente
cláusula constitucional semejante a la argentina, aun cuando ubicada
en distinto lugar del texto, ha expresado desde aquella remota época,
que el " poder de declarar la guerra incluye todas las demás facultades
incidentales al mismo y las necesarias para llevarla a efecto. Si la Constitución
nada hubiese dicho respecto a cartas de marca o capturas, no hubiera limitado
por ello el poder del Congreso. La autoridad de conceder cartas de marca y represalia
y de reglamentar capturas, son ordinarios y necesarios incidentes del poder
de declarar la guerra. Sin aquéllas, éste sería totalmente
inefectivo" (in re Brown v. United States; 8, Cranch, 110).
Que, por lo demás, y según ha sido recordado en la sentencia apelada,
no ha de suponerse que la doctrina imperante en los Estados Unidos sobre preceptos
constitucionales que inequívocamente sirvieron de fuente para las instituciones
argentinas referentes a la guerra, carece de otros antecedentes jurisprudenciales
no menos precisos en el mismo sentido. Muy por el contrario y sin entrar en
la transcripción parcial y análisis de todos los casos ocurridos,
baste decir que aquella doctrina comenzó a estructurarse con anterioridad
a la Constitución Federal -in re, Ware v. Hylton, 3 Dallas, 199-, fué
reiterada más tarde en Fairfax v. Hunter, 7 Cranch, 603; en Prize Cases,
2 Black, 635; en Metropolitan Bank v. Van Dyck, 27 N. Y. 400; e in re Kneedler
v. Lane donde se adujo también, que "el poder de declarar la guerra,
presupone el derecho de hacer la guerra. El poder de declarar la guerra, necesariamente
envuelve el poder de llevarla adelante y éste implica los medios. El
derecho a los medios, se extiende a todos los medios en posesión de la
Nación" (45, Penn, 238; S. C. 3 Grant, 465).
Que ya entrando en un período de evolución más próxima
a la reacomodación de los conceptos o principios fijados por el Derecho
Internacional de la última mitad del siglo XIX, en el cual podría
presumirse la atenuación a que Marshall se había referido en 1814,
la Corte Federal no solamente reeditó la anterior doctrina, sino también
subrayó especialmente la legitimidad de la apropiación de los
bienes enemigos radicados dentro o fuera del país, legitimidad que de
acuerdo al fallo citado, no podía ser cuestionada judicialmente por aplicación
de las disposiciones preceptuadas en las Enmiendas V y VI ratificadas en 1791
y, por lo tanto, no cabía en forma alguna la intervención de los
jurados o el funcionamiento del debido proceso legal para resolver sobre la
justicia de la desafectación de la propiedad enemiga.
Que más concretamente todavía, en este último caso, se
dejó explícitamente sentado que "la Constitución confiere
expresamente poder al Congreso para declarar la guerra, otorgar cartas de marca
y represalia y dictar leyes respecto a las capturas en tierra y mar. Ninguna
restricción está impuesta al ejercicio de estos poderes. Por supuesto
que el poder de declarar la guerra envuelve el poder de proseguirla por todos
los medios y en cualquier manera en la cual la guerra pueda ser legítimamente
proseguida. Incluye, por consiguiente, el derecho de secuestrar y confiscar
toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a voluntad del captor. Este
es y ha sido siempre un indudable derecho del beligerante. Si hubiera cualquier
incertidumbre respecto a la existencia de tal derecho, tendría que ser
desechada por el expreso otorgamiento de poder para dictar reglas relativas
a las capturas en tierra y agua" (Miller v. United States, 11 Wallace,
268-231).
Que independientemente de aquellos precedentes jurisprudenciales y frente a
las contingencias de las dos últimas grandes contiendas universales del
presente siglo que arrastraron igualmente a aquella nación a una guerra
integral cumplida en todos los terrenos militares y económicos, la Corte
Federal mantuvo y amplió merced a leyes de emergencia dictadas por el
Congreso, la doctrina ya expuesta precedentemente, doctrina que en los aspectos
más esenciales ha sido motivo de examen y aplicación en el fallo
apelado de la Cámara Federal, por lo que se hace innecesario referirse
aquí y en particular a los casos allí citados, como también,
a los que coincidentemente con aquella misma doctrina se recuerdan en el voto
de la disidencia.
Que, por lo tanto, en términos generales, y de acuerdo a la doctrina
y jurisprudencia norteamericanas presentes y pasadas, se desprende sin mayores
dificultades, que los poderes de guerra pueden ser ejercitados según
el derecho de gentes evolucionado al tiempo de su aplicación y en la
medida indispensable para abatir la capacidad efectiva y potencial del enemigo,
ya en el propio territorio nacional hasta el cual lleguen a asentarse pública
o encubiertamente los medios ofensivos económico-militares del enemigo
o en el lugar o lugares que las exigencias de la guerra les señale como
de estricta necesidad, a juicio del conductor de la guerra.
Que ello no obstante, habiéndose argüido y hasta aceptado parcialmente,
que todos aquellos precedentes se explican en un país que entiende la
guerra con finalidades de expansión o en relación a las peculiaridades
anglo-sajonas dominantes en su formación ético-racial, bien distintas
a la tradición argentina o que resultan inaceptables a la luz de los
principios de derecho público interno o internacional que ha adoptado
la República Argentina, es bajo todo punto de vista indispensable hacerse
cargo de tales fundamentos, con el objeto de esclarecer hasta donde sea posible
la cuestión introducida al litigio y decidir en consecuencia, sobre la
procedencia de la defensa explícitamente articulada.
Que a tales fines, conviene tener presente con carácter de consideración
previa, que las corrientes doctrinarias que paulatinamente vienen reestructurando
al Derecho Internacional, chocan entre sí, respecto a la primacía
de esta gran rama del derecho público universal sobre el Derecho Constitucional
Interno, choque en enrola a las naciones y aun mismo a su derecho público
interno en el grupo "monista" o del "internacionalismo puro"
que reclama esa primacía, o en el "grupo dualista" o del "paralelismo
jurídico" en que al desdoblarse los sistemas jurídicos, mantiene
en el orden interno la supremacía de la Constitución local. Ahora
bien, es evidente a través de las citas precedentes, que en los Estados
Unidos todo indica que se han seguido los dictados de la teoría "monista".
De allí, entonces, que en los casos resueltos antes o después
de las Enmiendas V y VI, se advierte la influencia de los conceptos antiguos
o los derivados de los ultramodernos tratados que han rectificado las convenciones
celebradas al iniciarse el presente siglo bajo el signo de mayor benignidad,
dando paso así, al propósito de destruir al enemigo en todas las
formas, con todos los medios y respecto a todos sus recursos humanos o materiales.
Que, en cuanto a la República Argentina y en un aspecto de generalización
de principios, el orden interno se regula normalmente por las disposiciones
constitucionales que ha adoptado y por lo tanto, manteniéndose en estado
de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese "en
conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta
Constitución" (art. 27). Es decir, pues, que en tanto se trate de
mantener la paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República
se conduce dentro de las orientaciones de la teoría "dualista".
Pero, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa propia -eventualidad
no incluida y extraña por tanto a las reglas del art. 27- la cuestión
se aparta de aquellos principios generales y coloca a la República y
a su gobierno político, en el trance de cumplir los tratados internacionales
con todo el rigorismo de que puedan estar animados. Y, si por la fuerza de las
circunstancias cambiantes, ha suscripto tratados que pudieran ser o aparecer
opuestos en ciertos puntos concernientes a la guerra con otros celebrados con
anterioridad, es indudable de acuerdo a una conocida regla del propio derecho
internacional, que los de última fecha han suspendido o denunciado implícitamente
a los primeros; eso es, por otra parte, un acto de propia soberanía,
que no puede ser enjuiciado de ninguna manera.
Que, subsidiariamente a lo dicho sobre este aspecto, es argumento incontrastable
de rigurosa aplicación en estos autos, que la realidad viviente de cada
época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de
cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad,
a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción,
el concepto medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba
de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos.
La propia Constitución Argentina, que por algo se ha conceptuado como
un instrumento político provisto de extrema flexibilidad para adaptarse
a todos los tiempos y a todas las circunstancias futuras, no escapa a esa regla
de ineludible hermenéutica constitucional, regla que no implica destruir
las bases del orden interno preestablecido, sino por el contrario, defender
la Constitución en el plano superior que abarca su perdurabilidad y la
propia perdurabilidad del Estado Argentino para cuyo pacífico gobierno
ha sido instituida.
Que por identicas razones, la Corte Federal de los Estados Unidos tiene particularmente
dicho, que: "No es admisible la réplica de que esta necesidad pública
no fue comprendida o sospechada un siglo ha, ni insistir en que aquello que
significó el precepto constitucional según el criterio de entonces,
deba significar hoy según el criterio actual. Si se declarara que la
Constitución significa hoy, lo que significó en el momento de
su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas
de la Constitución deben confiarse a la interpretación que sus
autores les habían dado, en las circunstancias y con las perspectivas
de su tiempo, y ello expresaría su propia refutación. Para prevenirse
contra tal concepto estrecho, fue que el Presidente de la Corte Mr. Marshall
expresó la memorable lección: "No debemos olvidar jamás
que es una Constitución lo que estamos interpretando (Mac Culloch v.
Maryland, 4 Wheat 316, 407); una Constitución destinada a resistir épocas
futuras y consiguientemente a ser adaptable a las varias crisis de los asuntos
humanos". "Cuando consideramos las palabras de la Constitución,
dijo la Corte en Missouri v. Holland, 252 U. S. 416-433, debemos darnos cuenta
que ellas dieron vida a un ser suyo desarrollo no pudo ser previsto completamente
por sus creadores mejor dotados...." (Citado en Fallos, 172, pags. 54 y
55).
Que, por lo mismo, ha de entenderse que no obstante la terminología del
art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo
para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual reconocida
a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos o
pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones
concertadas con los países aliados a la República. Nada contraría
a ello, ni el derecho público interno que por o demás no reconoce
derechos absolutos y mucho menos atentatorios contra la independencia nacional,
ni las prácticas o doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas
o aquellas doctrinas fueron establecidas o elaboradas de acuerdo a las modalidades
militares de su tiempo y que no pudieron prever las circunstancias futuras o
las formas intensivas y demoledoras que habrían de adoptarse en las guerras
venideras.
Que es en virtud de tales fundamentos, que el entonces gobierno de facto de
la República, alcanzada por un flagelo que nunca conoció, no sólo
pudo dictar el decreto-ley 6945/45 que declaró el estado de guerra con
Alemania y el Japón, sino además, el decreto 7032 del mismo año
y su coordinador número 11.599/46, referidos estos últimos al
régimen de la propiedad enemiga o presa terrestre, ya prevista en la
Conferencia Interamericana de México, de febrero de 1945. Esos decretos
son ley de la Nación, tanto por su origen de acuerdo a la doctrina sustentada
recientemente por esta Corte Suprema, como por haber sido ratificados por las
leyes 12.837 y 12.838 sancionadas por el Congreso reinstalado en el año
1946. Esas leyes, en suma, como asimismo los tratados internacionales igualmente
ratificados y que hacen a la misma cuestión de fondo debatida en estos
autos, constituyen ley suprema de la Nación a tenor de lo dispuesto en
el art. 31 de la Constitución Nacional.
Que, por otra parte y siempre dentro de este mismo género de consideraciones,
no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que no se trata en
el caso del goce y colisión de derechos individuales entre particulares
o en que únicamente media el interés privado frente a los poderes
públicos. El estado de guerra presupone necesariamente un grave e inminente
peligro para la Nación y nada ni nadie puede invocar un mejor derecho,
cuando se está en presencia de la independencia, la soberanía
y la seguridad interna y externa de la Nación. De no ser así y
admitiendo que siempre, fatalmente siempre, hubiese de prevalecer el interés
individual, la Constitución al desarmar y desarticular todas las defensas
posibles de la República, se habría tornado en un instrumento
de disgregación nacional, lo que a todas luces es absurdo, ilógico
y antinatural. Es por ello mismo que esta Corte tuvo ocasión de insistir
sobre esta cuestión tan trascendental, cuando arribaba a la conclusión
de que "no se concebiría la creación de un Gobierno Nacional
con poderes limitados pero soberano, sin munirlo de los medios indispensables
para defender su existencia y la del orden social y político que garantiza"
(Fallos, 167, 142).
Que, en consecuencia, el Presidente de la República, obrando dentro de
las atribuciones que expresa e implícitamente le ha otorgado la Constitución
sin limitación no contradicha por ninguna otra disposición aplicable
en la especie, ha podido dirigir el estado de guerra en la forma y por los medios
o con los efectos que ha creído más conveniente en resguardo de
los elevados intereses de la Nación, sin que ello importe transgredir
ninguna norma constitucional y sin que tampoco implique, por lo demás,
el reconocimiento de un discrecionalismo ilimitado, pues nunca podría
rayar en irresponsabilidad, en atención a lo prescripto en los arts.
45, 51 y 52 de la Constitución.
Que la parte actora se ha agraviado, igualmente, por considerar que el estado
de guerra no había abierto las hostilidades reales, que la apropiación
se resolvió después de la rendición incondicional de los
países enemigos y, finalmente, que al abrogarse el Presidente de la República
facultades judiciales, no sólo infringía el art. 95 de la Constitución,
sino además, le privaba de la garantía de la libre defensa ante
los jueces naturales encargados de tales funciones. Sobre el primer punto, es
de observar, que si bien resulta cierta en el hecho la impugnación, tampoco
es menos exacto que el peligro lo mismo existía en razón de que
los recursos del enemigo concentrados en las filiales dependientes del control
de aquellos países -a juicio del titular de los poderes de guerra- podían
movilizarse dentro o fuera de la República en forma o modo que contribuyeran
al desquiciamiento local o el de las naciones aliadas, sin perjuicio de poder
ser repatriados para prolongar el estado de guerra o eludir al tiempo del restablecimiento
de la paz, el cumplimiento de las reparaciones exigibles de acuerdo a las leyes
y las costumbres de la guerra.
Que en cuanto al hecho de haberse dispuesto de los bienes de la recurrente después
de la cesación de las hostilidades a causa de la rendición lograda,
debe señalarse que independientemente de la obligatoriedad de proceder
así por imperio de los tratados ratificados por el Gobierno Nacional,
esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser atendible, en razón
de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no haberse firmado
la paz, causal esta que no reviste el carácter de un hecho notorio o
de mero conocimiento, sino que se desprende de un expreso acto oficial del gobierno,
cual es el decreto N° 10.002, del 7 de abril del corriente año (9)
en el que como surge de los considerandos allí expuestos y lo que establece
en sus artículos 3 y 4, todos los efectos de la guerra declarada quedan
diferidos hasta el restablecimiento de la paz. Cabe agregar, a mayor abundamiento,
que la subsistencia de ese estado de guerra con todos los efectos directos o
indirectos que ella provoca, ya ha sido reconocido por esta Corte Suprema, en
el fallo publicado en el tomo 204, pag. 418.
Que en cuanto a la pretendida injerencia judicial del Presidente de la República
en la desposesión y apropiación de los bienes tenidos por enemigos,
corresponde recordar que, como reiteradamente lo tiene resuelto esta Corte,
aquella prohibición se refiere exclusivamente al impedimento de intervenir
en contiendas o causas legisladas por las leyes comunes civiles o penales (Fallos,
149, 175; 164, 345; 169, 256; 175, 182; 185, 251 ; 195, 220; 194, 494 y 564;
etc.), que ninguna relación guarda con el ejercicio de las funciones
privativas que le han sido expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas
tanto la conducción de la guerra (art. 86, inc. 15 y 18; y Fallos, 149,
175; t175, 182) como las elementales medidas de defensa que el país pueda
reclamar (Fallos, 164, 345) y sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna
de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución (Fallos,
164, 345).
Que, por lo tanto, no es del resorte del Poder Judicial juzgar y resolver sobre
aquellas necesidades, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron
o debieron ser realizados, desde el momento que el exclusivo poder autorizado
para determinar sobre la procedencia o razonabilidad bélica de esas y
otras medidas adoptadas en el curso del estado de guerra, es el mismo órgano
de gobierno asistido de aquellas atribuciones insusceptibles de ser calificadas
como judiciales, y el único capacitado en funciones del manejo militar
que ejerce o del conocimiento perfecto que tiene de poderosas y secretas razones
militares o de entronque internacional referidas a la lucha entablada, para
discernir sobre su conveniencia y oportunidad, razones estas que desconoce en
absoluto el Poder Judicial y que con su intervención obstaculizaría
las operaciones de guerra en cualquiera de sus aspectos y alcances o la preparación
de los acuerdos de paz.
Que, en resumen de todo lo expuesto en los considerandos precedentes, se sigue
la lógica consecuencia de que únicamente el Poder Ejecutivo de
la Nación en actos propios del ejercicio de sus privativos poderes de
guerra, es el que tuvo atribuciones suficientes para resolver sobre la calificación
enemiga de la propiedad de la recurrente, el mayor o menor grado de vinculación
o dependencia que podía mantener con las naciones en guerra, la efectividad
y la gravedad que pudiera importar la penetración económica del
enemigo, la eventualidad de proyectar la guerra sobre ese campo y por consiguiente,
la conveniencia o necesidad de la vigilancia, control, incautación y
disposición definitiva de los bienes, como asimismo, de la necesidad
y urgencia de proceder en tal forma en la oportunidad que respectivamente adoptó
cada una de esas medidas, todo ello sin obligación de recurrir previamente
a los estrados judiciales, o sin tener que afrontar ante estos últimos,
juicio de responsabilidad civil propia o de la Nación por la comisión
de aquellos actos.
Que estas conclusiones no obstan en modo alguno, a la posibilidad de que firmada
que sea la paz definitiva, las partes alcanzadas por las medidas de desafectación
que llegaron a adoptarse durante el estado de guerra declarada por el Gobierno
Nacional en uso de sus atribuciones, y se consideraran agraviadas en el goce
de los derechos que legítimamente les cupiere invocar, puedan intentar
las acciones judiciales que más crean convenientes para reducir a sus
justos límites los efectos producidos.
Por los fundamentos expresados y los concordantes del fallo de fs. 126, de acuerdo
a lo dictaminado por el Sr. Procurador General, se confirma la sentencia apelada
en cuanto ha podido ser materia del recurso extraordinario. – TOMAS D.
CASARES (en disidencia) – FELIPE S. PEREZ- LUIS R. LONGHI- JUSTO L ALVAREZ
RODRÍGUEZ- RODOLFO G. VALENZUELA
Disidencia. –
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en la alegación de que el ejercicio
de las facultades regladas por los decretos relativos a la vigilancia y disposición
final de la propiedad enemiga, hecho por el Poder Ejecutivo en este caso, es
violatorio del derecho de propiedad y de la garantía de la defensa. Refiérese
que el Poder Ejecutivo dispuso por sí, con total exclusión de
l actora y de la vía y los procedimientos judiciales, la liquidación,
a raíz del retiro de la personería jurídica, de los bienes
que constituían el haber de esta última, bienes que el P. E. había
sometido a contralor, primero, y ocupado luego, alegando que la sociedad propietaria
hallábase vinculada a países con los cuales la Argentina estaba
en guerra. Y como el interdicto con que la actora se proponía obtener
el remedio de lo que considera un despojo, fue rechazado por juzgarse que tanto
el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales
está la liquidación mencionada, constituyen ejercicio de poderes
de guerra que por su naturaleza no pueden ser sometidos al juicio judicial,
el rechazo comporta en realidad, según la recurrente, la consecuencia
de privarla de su propiedad sin forma alguna de juicio, no obstante lo dispuesto
en los arts. 17 y 18 de la Constitución.
Que la posesión amparada por los interdictos integra, sin duda alguna,
el patrimonio de la actora y le alcanza, por consiguiente, la garantía
del precepto constitucional citado, cuya amplia comprensión ha reconocido
esta Corte reiteradamente. Tanto más cuanto que si bien en el interdicto
no ha de discutirse el derecho a poseer, así provenga de un inobjetable
título de dominio, sino el hecho de la posesión, es innecesario
recordar cuan estrechamente relacionado con la propiedad hállase este
hecho que constituye uno de sus efectos y es también un medio de llegar
a obtenerla. La denegación de un interdicto puede, por consiguiente,
dar lugar al recurso extraordinario, no por cierto cuando sólo se trate
de su procedencia desde el punto de vista de las disposiciones civiles y procesales
pertinentes, sino cuando, como en este caso, se funda en que la ocupación
con la cual el P. E. ha excluido de la posesión al dueño de los
bienes no puede ser cuestionada ante los jueces. Tal es la razón en cuya
virtud esta Corte lo declaró procedente a fs. 165, y de la cual se sigue
su preciso alcance.
Que, en consecuencia, este recurso extraordinario tiene exclusivamente por objeto
decidir si el ejercicio de los poderes de guerra hállase en todos los
casos en que se trata de ellos -con la sola excepción de los juicios
de indemnización de daños determinados por las consecuencias de
dicho ejercicio-, substraído a la intervención de los jueces,
pues esta conclusión es de la sentencia apelada, cuyo rechazo del interdicto
tiene el alcance -demostrativo de que no se lo rechaza por razones concernientes
al régimen propio de la acción posesoria instaurada-, de cerrar
también, la vía de la acción petitoria. Lo cual pone a
su vez de manifiesto que la sentencia recurrida, no obstante corresponder a
un juicio posesorio, afecta en lo substancial el derecho de propiedad de que
la recurrente sigue considerándose titular. En cuanto a que el amparo
de la justicia, si hubiera de reconocerse la posibilidad de su procedencia,
haya de acordarse en este caso mediante el interdicto deducido es, en cambio,
cuestión de derecho común, procesal y de hecho; ajena, por consiguiente,
al recurso extraordinario.
Que, como se dijo en el primer considerando, el P. E. decidió por acto
propio y exclusivo tomar posesión de todos los bienes de la sociedad
actora -a la cual había retirado la personería jurídica-
y proceder a la liquidación mediante los órganos creados por el
mismo a ese efecto, excluyendo a los representantes legales de la sociedad y
a toda forma de intervención judicial. La medida y el modo de ejecutarla
habrían obedecido a que estos bienes estaban al servicio de los países
a los cuales la Argentina declaró la guerra en un acto por el cual contrajo
al mismo tiempo obligaciones de aliada respecto a todas las demás naciones
que la habían declarado con anterioridad.
Que los bienes a que se refiere el interdicto son inmuebles situados en territorio
nacional y colocados, en consecuencia, bajo el orden jurídico del país.
Que se trata de saber si los poderes de guerra comprenden con respecto al Poder
Ejecutivo, la facultad no sólo de incautarse de ellos en cuanto lo requiere
la conducción de la guerra, sino también la de convertir ese secuestro
en apropiación definitiva, por sí y con exclusión, de la
justicia, en oportunidad de la liquidación de los efectos o consecuencias
de esta última.
Que sobre la existencia de poderes de guerra en el órgano del Estado
que debe conducirla, no cabe discusión. No hay especial interés
en determinar el precepto constitucional del cual emergen, pues se trata de
potestades concurrentes a la existencia misma de la Nación, realidad
preexistente a todo régimen positivo de organización institucional
y llamada a sobrevivir a cualquiera de ellos. Los principios rectores de los
poderes de guerra son anteriores a la Constitución. Tan innegable como
la posible necesidad de tener que recurrir a la guerra es el derecho del Estado,
puesto en el deber de recurrir, para hacer todo lo que lícitamente conduzca
a la obtención del fin que la ha determinado.
El Estado que hace la guerra es juez en causa propia, como los individuos en
los actos de defensa impuestos por la circunstancial imposibilidad de recurrir
a una instancia y un amparo superiores. "El declarar la guerra forma parte
del poder de jurisdicción y es acto de justicia vindicatoria, la cual
es soberanamente necesaria en el Estado para la represión de los malhechores.....
El Soberano puede perseguir..... al Estado extranjero que por el delito cometido
queda bajo su autoridad. Si el Soberano de que se trata no tiene superior en
lo temporal no puede pedirse justicia a otro juez (Suárez, De Bello,
sec. 2, N° 1).
Que el acto de autoridad y soberanía por el cual un país entre
en guerra faculta y obliga a los órganos de gobierno que deben conducirla
a realizar todo lo necesario, en cuanto no sea intrínsecamente ilícito,
para quebrantar la hostilidad del enemigo, porque ese quebrantamiento es el
requisito de la justicia en procura de la cual se ha llegado a esta "ultima
ratio". De tales poderes no cabe decir que su fuente y fundamento está
en el art. 86, inc. 18 de la C. Nacional. Considerado en sí mismo, este
precepto no tiene otro objeto ni otro alcance que el de determinar el órgano
de gobierno sobre el cual recae la responsabilidad de hacer la guerra. Lo dispuesto
allí y en el inc. 22 del art. 67 sobre las patentes de corso y de represalia,
aunque se admita que comprende las presas terrestres, y que el tratado de París
de 1856 no obsta al ejercicio de este medio de guerra, nada resuelve respecto
a la cuestión aquí tratada. La guerra comporta, en principio,
el derecho de apropiarse de ciertos bienes del enemigo, como se explicará
más adelante, pero aquí se consideran los requisitos de la expropiación
en determinadas circunstancias, requisitos que si han de cumplirse por parte
del Gobierno Nacional cuando la incorporación al propio dominio es realizada
por él mismo, con mayor razón tendrían que ser cumplidos
por el particular que mediante la patente respectiva hubiera recibido la autorización
excepcional de efectuar represalias. Por eso ha podido observarse, como lo recuerda
J. V. González (Manual de la Constitución, pg. 507), que la facultad
de reglamentar las presas más bien que accesoria del poder de guerra
lo es del de establecer tribunales de justicia. El régimen de presas
incluye, en el derecho de gentes, la existencia de una justicia ante la cual
pueda debatirse la legitimidad del apresamiento. Aunque aquí no se trata
de la distinción entre presas marítimas y presas marítimas
y presas terrestres. El distinto régimen legal de la que aquí
se invoca no provendría de que es terrestre, sino de que el apresamiento
recae sobre bienes colocados bajo la autoridad de las leyes nacionales y, por
consiguiente, aunque se trate de una apropiación justificada por el hecho
extraordinario de la guerra, en cuanto comporta privación absoluta y
definitiva de una propiedad regida por las leyes de la Nación tiene que
consumársela de acuerdo con ellas, a diferencia de lo que sucede con
el apresamiento en acción de guerra de lo que está fuera de los
límites del país, en la cual se consuma en principio la desapropiación
por el acto del apresamiento.
Que ni en los preceptos constitucionales aludidos ni en otro ninguno está
la determinación de lo que importa para juzgar de los poderes de guerra
en orden a lo que se debate en esta causa, a saber: cuáles habitantes
del país regularmente radicados en él han de ser tenidos por enemigos
en tiempo de guerra y qué puede hacerse con sus personas y sus bienes.
Es que lo primero no puede ser objeto de definición legal, como no fuera
refiriéndose tanto lógicamente al comportamiento hostil, pues
el carácter hostil de una actitud depende de las más variadas
e imprevisibles circunstancias. Y en cuanto a lo segundo, si se trata de personas
y bienes que están bajo la autoridad y el orden jurídico del Estado
enemigo, los poderes en cuestión tienen que comprender la facultad de
proceder como lo impongan las también imprevisibles alternativas de la
guerra, lo cual debe quedar librado a la autoridad inmediatamente responsable
de su conducción. En la medida en que la guerra es lícita lo es,
con respecto a la vida, a la libertad y los bienes de los súbditos enemigos,
todo lo requerido, en cada circunstancia mientras sea intrínsecamente
lícito, para obtener los fines que la han determinado. Lo cual no quiere
decir que todo lo del enemigo esté fuera de la ley. Cuando sea recurso
directo o indirecto del Estado enemigo para hacer la guerra tiene que soportar
las consecuencias de la condena pronunciada contra este último. Pero
la declaración de guerra -o el acto de hacerla para repeler una agresión,
haya o no declaración formal- es, como quedó dicho, un acto de
justicia; justifica hecha por la propia mano en ausencia de una instancia superior
efectiva y operante, pero no con prescindencia de toda norma.
Y no se trata sólo de la ley internacional positiva que consta en los
tratados. Si se tratara sólo de ella, en todo lo que no está regido
por los pactos vigentes la guerra sería un estado de cosas ajeno al derecho;
pero ninguna especie de relación entre los hombres corresponde a la dignidad
humana si no reconoce la eminencia de una ley que objetivamente y por sobre
el mero arbitrio de cada una de las personas -jurídicas o naturales-,
que entran en relación, determine conforme a bien común, lo que
es de cada uno. Si no hubiera derecho donde no hay ley positiva sería
inútil disertar sobre las facultades de los Estados en el proceso de
la guerra; la cuestión se resolvería en los hechos, puesto que
la medida de la facultad se confundiría en cada caso con la medida de
la fuerza de quien la invoca y ejerce. No es otro el asiento del informulado
derecho de gentes a que se alude en los arts. 102 de la Constitución
Nacional, 1 y 21 de la ley 48, derecho éste de mayor latitud y comprensión
que cuanto sea materia positiva de los tratados. Y es la luz de la ley natural
la que hace patente el sentido de la fórmula con la cual la Nación
expresó alguna vez, por boca de sus autoridades, su subordinación
a la justicia a raíz de una guerra victoriosa: la victoria no da derechos.
Lo que con ella se obtiene es la efectiva posibilidad de su ejercicio mediante
la reparación del agravio que lo obstaba (Vitoria, de los indios, Relec.
2da., 13; Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, lib. II, cap. I, párr.
I). Sólo es de veras victoria la que comporta la victoria de un derecho;
pero los derechos para cuya defensa se va a guerra no constan sino muy rara
vez en normas positivas.
Que de esta sujeción de la guerra -acto de enjuiciamiento-, a la ley
natural, síguese la obligación de subordinar al orden jurídico
positivo interno la ejecución de lo que el Estado en guerra haya de hacer
con las personas y los bienes que se encuentren bajo la fe de su derecho nacional.
Porque la guerra no está sobre toda ley, el Estado que la hace no puede
considerarse con motivo y en ocasión de ella, relevado de las subordinaciones
que su propio orden jurídico, instaurado para regir en toda circunstancia,
impone a sus facultades respecto a las personas y los bienes que antes de iniciarse
el estado bélico habían sido acogidos por el imperio de su jurisdicción.
Al hacer la guerra el Estado asume posición y responsabilidad de juez,
y lo que pueda hacer -sin comprometer la suerte de la guerra-, mediante sus
propias y ordinarias instituciones, debe hacerlo para el afianzamiento de la
justicia que con ella se procura.
Que la cuestión se ha hecho, sin embargo, extremadamente difícil
porque en la guerra total contemporánea parece que se tendiera a considerar
justificado cuanto favorezca no sólo a la derrota de enemigo sino su
aniquilamiento en todas sus órdenes y por todos los medios. Y como el
medio empleado en la defensa propia tiene que poder llegar hasta donde sea preciso
para adecuarse a la agresión, las naciones que se propongan no comportarse
en la guerra con menos justicia que en la paz pueden hallarse ante casos límites
en orden a la legitimidad de ciertos medios que son, sin embargo, los únicos
de eficacia proporcionada a la especie y magnitud de los que emplea el enemigo.
El fin no justifica los medios, pero la licitud o ilicitud de cada medio puede
depender de las particulares circunstancias, buena parte de las cuales proviene
de situaciones creadas por el comportamiento del enemigo. Además, la
faz económica de las guerras ha adquirido importancia extraordinaria
a causa, por una parte de la tendencia recordada a hacer de la guerra un medio
de aniquilamiento total del país enemigo y, por otra, de la existencia
de poderes económicos superiores, a veces, de hecho, a los de la legítima
autoridad de los países en que actúan y con posibilidades, además,
de anónima influencia internacional. Y por fin, la economía contemporánea
y el crecimiento de las funciones del Estado favorece la disimulación
de lo que pertenece al Estado enemigo o está bajo una potestad suya equivalente
al dominio formal. Ya hace más de un siglo que se dijo no ser imaginable
nada parecido a una guerra para los ejércitos y una simultánea
paz para el comercio.
Que de todo ello se sigue deber ser muy amplias y muy ágiles las facultades
del Poder Ejec., responsable inmediato de la conducción de la guerra,
con respecto a la vigilancia de la vida económica en el país durante
aquélla, y a la determinación de lo que en ella ha de tratarse
como propiedad del enemigo. Pero si se ha de considerar que el orden jurídico
nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de
la guerra, puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el
orden del derecho, hay que distinguir las facultades de contralor, vigilancia
y ocupación o secuestro, y aun las de disposición, determinadas
por exigencias del esfuerzo bélico, de la desapropiación definitiva.
El ejercicio de las primeras sin intervención ni recurso judicial directo
no comporta violación de la propiedad en las excepcionales circunstancias
de una guerra, porque de las necesidades de la defensa nacional durante ella
debe juzgar sin apelación quien la tiene a su cargo y es responsable
inmediato de su consumación. De la eficacia de la defensa depende que
el país salve y afiance los beneficios de su orden, y entre ellos la
inviolabilidad de la propiedad. Sería, pues, contradictorio oponer esta
garantía al ejercicio eficaz de poderes de guerra sin el cual aquélla
podría perecer junto con la totalidad del orden nacional. Por lo demás,
la inviolabilidad de la propiedad consiste, substancialmente, en que nadie sea
privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley. Mientras no se trate
de actos de apropiación definitiva, es el uso y goce de la propiedad
lo que se halla en juego en las circunstancias de que se está tratando,
y si ello sufre accidental restricción conforme a las normas legales
de emergencia, la sufre en resguardo de la substancia del derecho aludido mediante
la defensa del primero de los bienes comunes que es la integridad de la Nación.
Esta es la eventualidad contemplada en el art. 2512 del Código Civil.
Sólo que en dicho precepto se contempla esta posibilidad respecto a bienes
de los que la autoridad necesite servirse para los fines de la guerra y aquí
se trata de prevenir o neutralizar la acción hostil susceptible de ser
realizada con determinados bienes que, no obstante hallarse en jurisdicción
nacional y bajo el régimen y el amparo de las leyes argentinas, haya
motivos para presumir que están directa o indirectamente al servicio
del enemigo. Por eso aquella ocupación da lugar a resarcimiento y esta
última puede no darlo.
Que otros son los términos del problema cuando se trata de actos de disposición
con prescindencia de la justicia y de los dueños de los bienes que se
liquidan, ello ocurre una vez concluidas las hostilidades y no concierne, por
consiguiente, a la conducción de la guerra. Sólo en calidad de
dueño estaría facultado el P. E. para proceder en tal caso con
exclusión de la justicia y de quienes, según las leyes bajo las
cuales allanes los bienes de que se trate, con sus dueños. Pero de la
propiedad sólo puede privarse a su dueño "en virtud de sentencia
fundada en ley" (art. 17, Constitución).
Que por lo mismo la subsistencia del estado jurídico de guerra mientras
no se firmen los tratados de paz, reconocida expresamente en Fallos, 204, 418,
no influye para nada en este punto. Con la desaprobación definitiva no
se acrecientan ni perfeccionan, en una palabra, no se modifican de hecho en
lo más mínimo las medidas de precaución y seguridad que
el Poder Ejecutivo haya considerado indispensable tomar con respecto a esos
mismos bienes en razón de la subsistencia del estado de guerra y no obstante
la cesación de las hostilidades a raíz de la rendición
incondicional del enemigo. Y ya se ha dicho que este pronunciamiento no tiene
más alcance que el de desconocer el derecho, atribuido al P. E. en la
sentencia apelada, de considerarse definitiva o irremisiblemente dueño
de los bienes, por él ocupados, de los cuales se trate en estos autos,
sin haber dado a sus propietarios oportunidad de controvertir ante los jueces
los hechos y razones en cuya virtud el Poder Ejecutivo considera que le asiste
el derecho de apropiación. Vale decir, que con ello no se interfiere
en el ejercicio de las facultades de vigilancia y ocupación que son propias
del Poder Ejecutivo durante el estado de guerra.
Que estas mismas razones explican que tampoco hagan variar los términos
de la cuestión los tratados internacionales que la Nación tenga
concluídos respecto al destino de estos bienes, pues es obvio que en
ellos no se decide, ni se podía decidir, cuáles eran determinadamente
los bienes de que sus dueños habían de ser desapropiados. Porque
una de dos: o esa desapropiación es acto de justicia, y entonces, como
se acaba de expresar, las razones y los hechos que la justifican deben poderse
controvertir ante los jueces, porque la privación de la propiedad tiene
que ser sancionada por sentencia para ser lícita (art. 17, de la Constitución),
o puede ser acto de arbitrio del legislador que aprueba y perfecciona los tratados
(art. 67, de la Constitución), pero entonces ello querría decir
que hay casos en que se puede privar de la propiedad sin sentencia y que hay
leyes que pueden estar por encima de la Constitución y quedar substraídas
al contralor de su constitucionalidad. No, la Nación no se compromete
nunca sino a lo que con justicia puede hacer. Esta es una condición sobreentendida
en toda relación jurídica verdaderamente tal. Lo que los compromisos
internacionales de que se trata quieren decir es que la Nación hará
lo que en ellos se establece con todos aquellos bienes cuya desaprobación
esté justificada, es decir, pueda consumarse en justicia.
Que no cabe invocar el enjuiciamiento que la guerra comporta, para considerar
cumplido lo que el principio constitucional exige. No se trata de necesidades
de la guerra sino de la liquidación de sus efectos. Y de una liquidación
a realizarse con la desapropiación de bienes regidos por las leyes nacionales.
La ley de la guerra justifica en principio desapropiaciones de esta especie,
pero en las circunstancias de que se ha hecho mención los derechos cuya
extinción sería causada por ella, tienen que poderse confrontar
con el que invoca el Poder Ejecutivo, del modo y ante la autoridad que las instituciones
del país han establecido para dar a cada uno lo suyo cuando hay contradicción
sobre los derechos que se invocan. Lejos de comportar extralimitación
de atribuciones por parte de la autoridad judicial, esto es la consecuencia
necesaria del principio a que obedece la delimitación de las funciones
propias de cada uno de los poderes que constituyen el Gobierno de la Nación.
La integridad del orden jurídico nacional exige que este efecto extremo
de la guerra en el régimen de la propiedad consistente en la desapropiación
resarcitoria, con los actos de disposición final que pueden seguírsele,
no se consume con respecto a bienes colocados bajo dicho orden, o para decirlo
con la enérgica expresión de Hamilton "existentes al amparo
de la fe acordada a las leyes del propio país", sin la garantía
del amparo judicial establecido para el afianzamiento de la justicia, que es,
por cierto, el mismo fin procurado con la guerra. Substraída la desapropiación
a dicha garantía en las circunstancias explicadas hay violación
de la propiedad y de la defensa.
Que la posibilidad de una demanda de indemnización si se probase que
lo que el Gobierno nacional considera propia no era ni directa ni indirectamente
propiedad del enemigo ni había estado a su servicio, no remedia la violación
constitucional cuando los fines procurados con la desapropiación no requieren
en ese momento que se lo consume por acto privativo del P. E., pues se trata
de liquidar los efectos de una guerra que, si bien no ha tenido fin jurídico
mediante los pertinentes tratados de paz, ha concluido de hecho, como esfuerzo
bélico, indiscutiblemente. No la remedia porque la indemnización
equivale a la propiedad monetariamente, pero la propiedad no es sólo
un valor económico; comprende, desde el punto de vista de lo que representa
para la condición del hombre en sociedad -y en ello está la razón
de ser primera de este derecho-, valores insusceptibles de traducción
económica. Es indispensable recurrir a esta última cuando hay
derecho a privar a alguien de su propiedad -como en la expropiación por
causa de utilidad pública-, cuando extremas necesidades públicas
han impuesto su impostergable destrucción (art. 2512, Código Civil),
o cuando el menoscabo ilegítimo de ella se ha consumado; pero un régimen
institucional y social entre cuyos fundamentos está la propiedad, antes
que asegurar el resarcimiento, debe procurar, en cuanto sea posible, que el
menoscabo del derecho no se consume.
Que los decretos por los cuales se rigen los actos de vigilancia y disposición
de la propiedad enemiga (110.790/42; 122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45;
7760/45; 10.935/45; 11.599/46), de los que tienen particular relación
con esta causa los N° 7032/7035/10.935 y 11.599, no acuerdan en ningún
caso intervención ni recurso judicial alguno. Si este silencio no debe
interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto concierna
a los actos de la autoridad creada por ellos, síguese de todo lo expuesto
que si no los decretos mismos la interpretación de ellos que la excluye
sería inconstitucional (Fallos, 176, 339; 186, 383). Si implican positivamente
la exclusión aludida, en cuanto la impliquen en las actuales circunstancias
y la comporten hasta respecto a la "desapropiación definitiva",
los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y18 de la Constitución
Nacional.
Que la sentencia apelada alude a una presunción, derivada de ciertos
antecedentes mencionados en la misma, según la cual los bienes a que
este juicio se refiere eran propiedad enemiga. Pero sólo se trata de
una referencia accidental que no constituye fundamento propio de lo decidido.
Lo prueba, por de pronto, la redacción del pasaje respectivo -"todo
hace presumir que la actora se encontraba económicamente vinculada y
bajo la dependencia del enemigo" , fs.128-, pero sobre todo lo demuestra
la integridad de la argumentación dirigida por completo a sostener la
improcedencia de la intervención judicial en la ejecución de cualesquiera
medidas de disposición tomadas por la junta bajo cuya autoridad hállase
la propiedad enemiga en el régimen de los decretos que se acaban de citar.
Que, en síntesis, la definitiva apropiación por parte del Estado
Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación
enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el
país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse
sin violación de las garantías constitucionales, como no sea dando
a quienes por las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de
debatir judicialmente la calificación en virtud de la cual el Estado
se considera con derecho de apropiación a su respecto. Esta conclusión
impone la revocatoria de la sentencia en lo que ha sido materia del recurso
conforme a lo expresado en el considerando 3, donde se determinó el alcance
de este último. Deben, por tanto, volver los autos a la cámara
para que, en vista de este pronunciamiento decida si en las circunstancias de
esta causa y habida cuenta de la naturaleza jurídica de la acción
promovida, ésta es o no procedente, con el alcance propio de las sentencias
en juicios de esta especie, cual es dejar abierto el camino de la acción
petitoria, si el interdicto es rechazado, o, si se hiciera lugar a él,
la vía, para el Estado Argentino, del juicio ordinario pertinente para
requerir que se sancione con regularidad constitucional la privación
de la propiedad de que se trata en virtud del derecho de apropiación
emergente de la guerra invocado por él.
Por tanto, se revoca la sentencia apelada en cuanto ha sido materia del recurso,
debiendo volver los autos a la Cámara para que visto este pronunciamiento
falle de nuevo la causa, con el alcance determinado en el último considerando.
– TOMAS D. CASARES.-
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