Autos y Vistos:
Para resolver los recursos de apelación interpuestos en contra de la
sentencia de fs. 1236/1257 vta.
EL DR. RIVAROLA DIJO:
La sentencia condenatoria de fs. 1236 ha sido recurrida en su dispositivo I
por el procesado Horacio Anibal Santos, por su defensa particular, y también
por la parte querellante, recurriéndose del dispositivo II por la letrada
patrocinante de la última.
Concedidos los citados recursos a fs. 1268, la querella procuró mejorar
los fundamentos del pronunciante -fs. 1277 y ss.- y; por las razones que sostuvo,
concluyó reclamando que el fallo fuese confirmado más con el incremento
de la sanción que deberá elevarse -según su criterio- a
veinte años de prisión.
La defensa particular del acusado, por su parte, expresó a fs. 1299 los
agravios que el fallo le provoca, reclamando allí que tal pronunciamiento
sea revocado en cuanto condenó al procesado como autor del delito de
homicidio simple reiterado a la pena de doce años de prisión,
debiéndoselo absolver por las razones que explica y, en su defecto, calificarse
el hecho como homicidio en estado de emoción violenta con la aplicación
del mínimo de la escala penal, dejando planteado el caso federal. Posteriormente,
al producir su informe en los términos del art. 535 del Código
de Procedimientos en Materia Penal, propuso ese mismo ministerio, a fs. 1329,
la hipótesis del exceso en la legítima defensa, también
con la aplicación del mínimo de la escala penal, reiterando las
peticiones anteriores y la reserva del caso federal.
La materialidad y la autoría del hecho que se pone en cabeza del procesado
Santos no están discutidas. El día 16 de junio de 1990, mientras
se hallaba el citado Santos junto con su esposa legítima Luisa Norma
López en el interior de un comercio del barrio de Devoto -"Zapatería
Alonso", cita en Nueva York 4120- oyó que se accionaba el mecanismo
de la alarma de su automóvil, salió a la calle y vio que, efectivamente,
dos personas que se conducían en un Chevy dominio B-847.751 -que luego
se determinó que era propiedad de María Isabel Coronel, concubina
de Osvaldo Daniel Aguirre- le habían sustraído el pasacassette
instalado en su automóvil Renault Fuego C-1.442.724, previa rotura del
vidrio de la ventanilla delantera izquierda. Ante ello, subió al vehículo
Renault Fuego de su propiedad e inició la persecución de los ladrones,
alcanzándolos en Pedro Moran y Campana, lugar en el cual, tras un intercambio
de palabras con los cacos, efectuó dos disparos con el arma de fuego
que portaba dándoles muerte instantánea, dirigiéndose inmediatamente,
sin verificar ese resultado mortal, a su domicilio, siempre en compañía
de su cónyuge, donde poco después fue detenido por la policía,
la que también se incautó del arma de fuego usada y del vehículo
Renault mencionado.
Como dije, no se registran en la causa, ni en el presente estadio procesal,
cuestionamientos en derredor de esos aspectos, todos los cuales están
legalmente demostrados, como bien se pone de resalto en la sentencia bajo examen
mediante el múltiple y eficiente cuadro probatorio incorporado, bien
valorado por la sentenciante conforme a los dispositivos legales de correcta
cita en el fallo, con lo que no queda duda alguna en cuanto a que, efectivamente,
Osvaldo Daniel Aguirre y Carlos Daniel González murieron el día
16 de junio de 1990 aproximadamente a las 11:30 horas a consecuencia de haber
recibido cada uno de ellos un tiro en la cabeza, disparados ambos por el arma
-revólver Dos Leones calibre 32 largo- que en la ocasión el procesado
Santos llevaba en su auto, disparos que ejecutó el nombrado desde una
distancia superior a los cincuenta centímetros (autopsias de fs. 179
y 189), estando igualmente demostrado en el proceso, de manera plena y legal,
que los occisos, momentos antes de encontrar la muerte, habían robado,
del automóvil del procesado Santos, el pasacassette que estaba en él
instalado, rompiendo Carlos Daniel González el vidrio de la puerta, pues
dicho robo, narrado por Santos, se corrobora en plenitud desde que tal elemento
fue hallado dentro del Chevy, en el piso, entre las piernas del nombrado González,
quien ocupaba el asiento del acompañante del conductor -que era Aguirre-,
objeto el citado del cual también se incautó la prevención
policial.
Tales son los hechos, lo más objetivamente narrados, que conforman el
objeto del sumario, y que hoy deben ser juzgados por el Tribunal luego de un
muy dilatado y hasta excesivo trámite procedimental durante cuyo transcurso
se ignoró absolutamente una norma elemental con la cual se pretende que
el proceso, y principalmente el periodo inicial de obtención de prueba,
transcurra con celeridad, para postergar toda discusión a la etapa plenaria
del contradictorio. Me refiero al art. 180 del Código de Procedimientos
en Materia Penal, que básicamente prohibe debates y defensas en la etapa
del sumario, norma que ha sido dejada de lado con evidente mengua del principio
de celeridad, y de la naturaleza de esa etapa, que es esencialmente no contradictoria,
pues pueden contarse un número extraordinariamente abundante de réplicas
y contrarréplicas entre las partes -fs. 344, 392, 475, 517, 546, 552,
564, 570, 598, 620, 629, 639, 648 y 873- de muy compleja naturaleza y abundante
argumentación todas ellas, que en rigor de verdad, y para una más
eficiente administración de justicia, no debieron ser admitidas, pues
en su momento, y hasta el presente, más que echar luz, han obscurecido
la comprensión cabal de la significación de las conductas puestas
bajo juzgamiento.
Y durante esa etapa, precisamente, y no durante el periodo específico
reservado a las partes para la producción de probanzas, tuvieron lugar,
y se llevaron a cabo, las atinentes y dirigidas a demostrar la capacidad de
culpabilidad del procesado, cumplimentándose aquéllas que el Juez
de la instrucción ordenó llevar a cabo, primeramente según
proveído de fs. 75 -incorporadas a fs. 299 y 306- y, luego, ante las
objeciones e impugnaciones de la querella de fs. 344, las respuestas que proporcionaron
a fs. 456, 420 y fs. 412 la Academia Nacional de Medicina, y las Facultades
de Medicina, y de Psicología, respectivamente, según fuera ordenado
por el instructor judicial a fs. 359. Finalmente, se ordenó una nueva
peritación, ahora a cargo de un conglomerado de expertos reunidos en
una junta, según lo dispuesto a fs. 590 --recién concretada con
el envío de la causa a fs. 741 vta. y contestada a partir de fs. 742-,
conformándose con todo ello un muy singular acopio de información
psiquiátrica, cuya eficacia probatoria -art. 346 del Código de
Procedimientos en Materia Penal-, antes de ser admitida, requiere se puntualicen
ciertas circunstancias a las que habré de referirme a continuación.
En efecto, se ha querido, ciertamente, con dichas probanzas, que indudablemente
pretenden ubicarse en el contexto que engloba la llamada prueba pericial, se
ha querido, repito, determinar si el procesado cometió el hecho conociendo
la criminalidad del acto y dirigiendo su conducta -art. 34, inc. 1°, del
Código Penal- o sí, contrariamente a ello, por alguna alteración
de sus facultades o por su estado de inconsciencia, se vio imposibilitado de
motivarse en la norma, o de dirigir sus actos conforme a esa comprensión.
Cabe entonces referirse a lo que es la prueba pericial según la regulación
que de ella lleva a cabo la ley adjetiva aplicable en la especie, para lo cual,
y ciertamente que sin la menor pretensión de originalidad, más
buscando si la observancia estricta de las formas procedimentales, como garantía
de concreción cierta del debido proceso legal al cual hace referencia
el art. 18 de la Constitución Nacional, mencionaré ciertas circunstancias
que no pueden pasar desapercibidas.
Tal vez en este tema debiera comenzar, para abreviar, repitiendo lo que expresa
la defensa a fs. 1329, en cuanto ha señalado que "...tras una pesquisa
muy sencilla sobre la existencia de los hechos se ha desarrollado una extensísima
y contradictoria investigación sobre la imputabilidad penal del autor..."
agregando entonces, de mi parte, con cita de D´Albora en su "Curso
de Derecho Procesal", pág. 201, que en ciertos casos la comprensión
del material probatorio reunido en el proceso exige conocimientos propios de
alguna ciencia, arte o industria, y que, cuando esa tarea exceda la mera constatación
personal que puede el juez llevar a cabo por sí solo, resultará
imprescindible acudir al examen pericial siempre que esa labor sea ajena a la
preparación jurídica que debe poseer el juez, hallándose
supeditada, la validez jurídica de tal peritación, a la observancia
en su formulación de los requisitos impuestos por el Código de
rito. Entre ellos está, en primer lugar, a mi modo de ver, la directiva
del art. 336, según el cual el perito de parte sólo es admisible
de ser aceptado en el sumario cuando la diligencia no sea posible de ser reproducida
en el plenario, hipótesis que, ciertamente, no concurre en la presente
causa, no obstante lo cual la peritación ordenada a fs. 75 se llevó
a cabo con los peritos de la querella y la defensa, situación que se
reitera en el último examen ordenado a fs. 590, también durante
el sumario. Además, y en ausencia de una disposición procesal
semejante a la del art. 262 del Código Procesal Penal, que autoriza a
nombrar nuevo perito para que examinen el mérito del anterior trabajo
pericial llevado a cabo por otros expertos, el juez de la instrucción
ordenó, a fs. 359, que diversas instituciones médicas, las ya
citadas Facultades de Medicina, informaran precisamente en el sentido expuesto,
es decir, en orden al mérito de la peritación anterior teniendo
en cuenta las objeciones de la querella de fs. 344, y sobre la capacidad de
culpabilidad del procesado, siendo entonces que los informes así recabados
y obtenidos carecen de la necesaria apoyatura procesal que les permitiría
a ellos ser tenidos como prueba pericial idónea, tanto más cuando
se omitió, para llevar a cabo esos informes, otro requisito esencial,
cual es el examen del objeto examinado -en este caso la persona misma del procesado
en autos-, con lo cual los aludidos informes producidos por tales entidades
académicas o científicas se encuentran absolutamente al margen
del orden procesal legítimo, o sea, que, a los efectos de la validez
jurídica de estos informes tan singulares, ordenados durante la instrucción,
no puede predicarse que ellos observen los requisitos impuestos por el Código
de Procedimientos en Materia Penal, sin que siquiera puedan ser tenidos como
efectuados por consultores técnicos, al tratarse los así llamados
de una figura análoga a la del abogado y que, por consiguiente, las razones
que puedan exponer tienen efecto como si proviniesen de la parte misma (Carnelutti
"Instituciones del Proceso Civil" N° 109 y 111).
Por último, la pericia conjunta final dispuesta a fs. 590 también
se aparta de lo establecido en el art. 336 del Código de Procedimientos
en Materia Penal, más, primordialmente, ella parece adolecer de un vicio
mayor, cual es el que han puesto de relieve tanto los peritos de fs. 742 y 756,
como la propia querella a fs. 858 y 873, cuando señalan que ella -la
pericia-, se llevó a cabo sin que se efectuara debate alguno entre los
varios expertos, la discusión y deliberación esencial subsiguiente
a las operaciones y experimentos que debieron practicar unidos, y que, al parecer,
no realizaron en la forma que manda la ley, situación que se pone de
manifiesto -pleno, diría- en la forma que, por separado, y sin aclarar
en toda su extensión el por qué de las muchas contradicciones,
ni las motivaciones concretas de cada una de las antagónicas posturas
asumidas, los peritos presentan sus informes.
En estos casos de peritaciones plurisubjetivas se prevé la deliberación
previa al dictamen. En ella los peritos sin comunicarse con terceros, razonan
en conjunto para obtener las conclusiones, y redactan el dictamen. En caso de
disidencias en las conclusiones el resultado probatorio de la pericia se debilitará",
(Clariá, Olmedo, "Derecho Procesal Penal", T.V, pág.
121).
Las circunstancias apuntadas me llevan entonces a adjudicarle, a las aludidas
piezas de convicción, una significación probatoria muy relativa,
en función de los dichos apartamientos de la normativa procesal aplicable,
que he dejado expuestos. Y si bien la prueba pericial carece de ordinario de
efectos vinculantes, más aún cuándo atañe a la determinación
de la imputabilidad del procesado, que es tarea exclusiva del juez, en la presente
situación puede decirse que me encuentro casi eximido -o impedido- de
valorar como prueba legal a las que vengo aludiendo, no obstante lo cual serán
tenidos en cuenta esos estudios en cuanto, aún parcialmente, pueden aportar
ellos datos y referencias útiles a la decisión del caso.
En cuanto a la capacidad de culpabilidad del procesado, que no la deciden -insisto-
los peritos médicos, sino que la resuelve el juez después de ponderar
los elementos subjetivos, objetivos, intelectuales y volitivos del acto cumplido,
y la coordinación con las otras pruebas de autos (Clariá Olmedo
op. Cit. T.V, pág. 121), variadas han sido los opiniones vertidas en
las causas, y ciertamente que contradictorias.
Con las limitaciones a que antes aludí me detendré brevemente
en la observación del proceder -según las pruebas de autos- que
siguiera Santos, para verificar, desde el plano valoratorio, si como dice su
defensa, actuó como inimputable. Y ello así porque "El derecho
penal si quiere ser justo y eficaz, más que por razones axiológicas,
por imposición de la realidad del ser, tampoco puede imponer deberes,
bajo amenazas de pena, sin un destinatario capaz de convertir el deber en motivo"
(Frías Caballero, "Capacidad de culpabilidad penal", pág.
184).
En ese sentido, es dable admitir que Santos sin duda ha procedido en este lamentable
y muy triste episodio bajo los efectos de una fuerte descarga emotiva producida
por el injusto y sorpresivo ataque a sus bienes de que fue víctima por
parte de los nombrados Aguirre y González, quienes lamentablemente, terminaron
siendo sus propias víctimas.
De dicho estado emocional hay pruebas abundantes; el relato de quien lo estaba
atendiendo a él y a su esposa cuando escucharon la señal acústica
de alarma de su vehículo, en cuanto cita la reacción inmediata
del procesado, sus expresiones y la actitud que adoptó al salir presurosamente
del local comercial (fs. 236), y en igual sentido concurren la versión
que nos arrima la propia esposa de Santos, al describir muy gráficamente
su comportamiento del cual puede decirse que exhibía con características
de automatizado (fs. 165), lo mismo sucede con el testimonio de su concuñado
de fs. 171 sobre el comportamiento de Santos luego del hecho.
Y no puede ser de otra manera, ya que la reacción normal en estos casos
es la de experimentar la sensación de ser objeto de un grave vejamen
que impacta fuertemente en los sentidos, y nadie, salvo situaciones de excepción
que no parecen concurrir aquí, puede permanecer indiferente frente a
hechos de tal magnitud que lesionan no sólo el patrimonio, sino el sentido
ético social de quien padece esa clase de turbación a sus derechos
legalmente reconocidos.
Más dicho estado emocional de existencia indubitable, ¿ ha sido
de tal magnitud como para afirmar que Santos perdió la aptitud de comprender
la antijuridicidad del hecho, o dirigir las acciones conforme a dicha comprensión?.
Descarto "ab initio" que tal eventual efecto obedeciera a la insuficiencia
de las facultades o a la alteración morbosa de ellas, pues nada en tal
sentido ha sido detectado en Santos, y su vida pasada nada revela tampoco en
ese sentido. En cuanto a la inconsciencia, es obvio que tampoco puede predicarse
en una de carácter absoluto, pues ello derivaría en la total falta
de acción, cuya existencia requiere un mínimo de participación
subjetiva.
Quedan entonces los estados de inconsciencia, aunque diferenciando primero,
y excluyendo a los fenómenos fisiológicos, como los derivados
del sueño; es decir, subsiste como remanente hipotético la llamada
inconsciencia patológica, por ebriedad, epilepsia, emoción violenta,
etc., donde suele detectarse la supresión temporal de las funciones cognoscitivas
y la liberación de automatismos, al margen de los procesos rememorativos;
judicativos y valorativos, aunque manteniendo funciones sensoriales que permiten
mantener un mínimo contacto con el mundo exterior y retener las praxias
que faciliten incluso el accionar ilícito (Cabello, "Psiquiatría
Forense", T. 2-A, pág. 41), tratándose de accidentes de corta
duración, no de enfermedades, en los cuales el delito quiebra la unidad
personal del sujeto convirtiendo la acción ilícita en un acontecimiento
insólito, extraño, "a-histórico", al decir del
prestigioso autor de obligada cita en estos temas.
Excluyo también las dos primeras opciones, no hubo ebriedad, y los datos
sobre epilepsia son vagos e insuficientes, sólo un trazado inespecífico
fuera de los límites normales. En cuanto a la tercera causal, el caso
bajo examen presenta al observador datos de relevancia para la admisión
del estado al que me refiero, como es la amnesia que dice el causante haber
padecido inmediatamente después de iniciar el seguimiento de los ladrones
y que habría subsistido hasta recobrar la lucidez estando ya en el baño
de su casa, y hasta la fuerte descompostura o indisposición, que de inmediato
experimentó como descarga neurovegetativa; y en contraposición
a ello, debe computarse lo que es un signo revelador que lleva a descartar la
inconsciencia, cual es la existencia de una motivación coherente, de
un sentido lógico y comprensible; "por lo tanto la motivación
presupone una toma de consciencia y una determinación más o menos
reflexiva, tendiente a satisfacer objetivos que no se establecen al azar sino
mediante el discernimiento y la voluntad" (ob. y autor cit., pág,
45).
Y en cuanto a los automatismos, como características propias de esa particular
situación, tengo para mí que se existencia abarca evidentemente
los actos sencillos, que inclusive pueden derivar del aprendizaje, como leer,
escribir, hablar, tocar un instrumento musical, acciones éstas que no
se compadecen con las de mucho mayor complejidad que llevó a cabo Santos
en oportunidad del hecho de autos, cuando, en función si de la agresión
que recibió, emprendió el seguimiento de los cacos conduciendo
su vehículo automotor, por las calles de la ciudad sin tener percance
alguno, efectuando las múltiples, y a veces complejas, operaciones que
requiere la conducción de un automotor, y el seguimiento de otro, que
si bien pueden estar en cierta medida automatizadas, han de haber estado precedidas
por la voluntad, en cuanto a la dirección a tomar y objetivo buscado,
que en este caso se logró, pues se mantuvo a la vista del Chevy que no
pudo eludir la persecución, desplegando finalmente la reacción
última y fatal en la forma en que lo hizo, luego de un intercambio de
palabras con los ladrones, todo lo cual implica, a mi entender, que el estado
emocional, efectivamente sufrido, no lo privó ni de la consciencia de
sus actos, aunque pudo ella haber estado perturbada, bien que en un grado menor
al necesario para ubicarlo en la fórmula mixta psiquiátrico-psicológica-jurídica
del art. 34, inc. 1°, del Código Penal, ni la dirección de
sus acciones.
Tampoco el automatismo inconsciente puede comprenderse siguiendo motivos. "La
acción estereotipada presidida por el automatismo no se adecua a las
circunstancias cambiantes o imprevistas." (ob. y autor cit.), más;
como habrá de verse, el procesado alteró su proceder a último
momento, adaptándose -según así lo aprecio-, justamente
a las circunstancias cambiantes que se le presentaron, lo cual es otro signo
elocuente de su estado de consciencia lúcido, aunque sin duda, repito,
afectado por la descarga emotiva derivada de los episodios que estaba protagonizando.
Ha existido, repito una vez más, una alteración importante de
la consciencia en el procesado Santos, una conmoción de su espíritu
que, sin embargo, no alcanzó la intensidad necesaria para quitarle la
capacidad suya que de ordinario tiene que entender y dirigir sus acciones. De
suprimirse mentalmente la última etapa del episodio -el hecho concreto
de disparar el arma contra los dos ladrones-, en toda la etapa anterior no se
observa un proceder carente de tino, o un actuar bajo el solo automatismo marginando
el ejercicio de la voluntad, ya que, por el contrario, resulta congruente con
un proceder deliberado el tratar de evitar la consumación definitiva
del robo de que fuera víctima mediante la inmediata recuperación
del objeto sustraído, desplegando la acción necesaria y legítima
-art. 2470 del Código Civil- para ello, cual fue el seguimiento de los
cacos logrado merced a su reacción instantánea concretada al subir
al auto, ponerlo en marcha, guiarlo adecuadamente detrás del Chevy, darle
alcance, y, supuestamente, mediante el diálogo; o sólo mediante
el intercambio de palabras, no aclarado esto por los testigos, pretender la
devolución de lo que era suyo y se le había quitado injustamente,
con lo cual, si bien se advierte el factor sorpresa como desencadenante de la
emoción, a modo de estímulo adecuado, debe computarse en el todo
existencial la ausencia subyacente de una predisposición anormal que
eclosione una emoción patológica capaz de llegar a la inconsciencia.
En otros términos, y recurriendo una vez más al mismo autor, "resulta
fisiológicamente improbable que por sí solo una emoción
pura posea energía suficiente para disgregar la personalidad, desconectando
los centros cerebrales que integran el gran sistema neuronal de la consciencia."(Cabello,
op. citada, T 2-B, pág. 74 y jurisprudencia allí citada en el
sentido expuesto).
Debo hacer mérito, además, de los dichos del policía que
procedió a detener a Santos -fs. 8-, cuya versión, si bien controvertida
por la defensa en cuanto a su interpretación, no lo ha sido de la forma
en que exige el texto ritual, pues no fue llamado a ratificarse, ni tampoco
a responder a un nuevo interrogatorio ya que incluso la querella no urgió
su pretensión explicitada en ese sentido en el plenario. Y es claro que
la recreación de la actitud de Santos, que resulta del relato del citado
funcionario, no se compadece -máxime que fue obtenida poco después
del hecho, con la de quien actuó dándole muerte a dos seres humanos,
en situación de inimputabilidad derivada, o producida, por un intenso
estado emocional-.
No ha existido tampoco el desorden intelectual propio de esos casos extremos,
ni se profundizó en la exploración funcional del sistema neurovegetativo,
como se aconseja para los casos de los hiperemotivos; y en cuanto a la labor
de los Sres. Médicos forenses, que se inclinan por la falta de capacidad
de ser culpable, sin desmerecerla, paréceme cierto que ellos no establecen
una correlación clara y ordenada de su síntesis final, llegando
a conclusiones categóricas que no surgen tan claramente de los datos
en los cuales se fundamentan, como lo explican los profesionales del Departamento
de Salud Mental de la Facultad de Medicina, Dres. Haydeé Andrés,
Camilo Verruno y Jorge García Badaracco, no habiéndose tampoco
encontrado en Santos un trastorno mental psicótico -fs. 747-, discrepándose
también con la hipótesis del automatismo motor que cita el estudio
psicológico forense del 30 de noviembre de 1991, donde se ligan ciertos
datos de la causa con el resultado del electroencefalograma "de manera
lineal y simplista" (fs. 750; dictamen de los Dres. Galli y Materazzi).
En cuanto a la solución del caso, afirmada ya -a mi entender- la capacidad
de culpabilidad de Santos, debo decir que descarto absolutamente que el procesado
sea autor del delito de homicidio simple en perjuicio de Aguirre y González,
como así lo entendió y resolvió la Sra. Juez de sentencia.
Excluyo ello en el entendimiento de estar claramente, en presencia de un tipo
permisivo, como es la legítima defensa, que desplaza al tipo básico
de los delitos contra la vida, como también desplaza al delito de homicidio
emocional, al ser ésta tan sólo una figura atenuada de aquel mismo
tipo básico, que consiste en matar a un hombre sin que medie ninguna
causal de calificación o privilegio (Sebastián Soler, "Derecho
Penal Argentino" TIII, pág. 22 .edit. 1951), y cuya vigencia, obviamente,
requiere la exclusión del tipo permisivo en cuestión, cuyo efecto
es mantener la conducta en el terreno lícito.
No se dan, entonces, en el caso de autos, los elementos del tipo subjetivo del
art. 79 del Código Penal, de forma que lo resuelto en tal sentido en
el fallo, ha implicado ignorar todo lo anteriormente sucedido, desde el momento
del robo del pasacassette de Santos por parte de los nombrados Aguirre y González,
hasta el momento preciso en que el procesado dispara con su revólver
las balas cuyos impactos en zonas vitales ocasionan la muerte de los arriba
citados. Es decir, alejado de lo que quiere el derecho, la decisión de
la juez consistió en juzgar una conducta recortándola arbitrariamente
del contexto fáctico en que ocurrió, lo cual no es más
que juzgar mediante una visión distorsionada, y equivocada, de la realidad;
con un ojo solo, diríase gráficamente.
La concurrencia entonces de aquella legítima defensa demanda memorar,
siquiera mínimamente, la variedad de resortes jurídicos empleados
en autos, pues ya a fs. 317, y a poco de ocurrido el hecho, el juez por entonces
a cargo de la instrucción, con fecha 26 de julio de 1990, decretó
la libertad del procesado al no encontrar mérito suficiente para tener
por acreditado, siquiera "prima facie", la existencia de un hecho
delictivo del cual fuera en principio autor penalmente responsable el procesado
Santos, decisión intelectualmente acompañada con la posterior
de fs. 900 por la cual, quien fuera por entonces sucesor del anterior y nuevo
titular del Juzgado, sobreseyó provisionalmente al procesado por aplicación
del art. 13 del Código de Procedimientos en Materia Penal, ante las opiniones
discrepantes referentes a la capacidad de culpabilidad del acusado; subsiguientemente,
ante la decisión adversa del Tribunal de Apelaciones -fs. 948-, que reputó
presentes en Santos las condiciones que exige la ley para hacerlo responsable
penalmente, aquel mismo magistrado, que antes sobreseyera a Santos, dispuso
ahora la medida de cautela personal que se legisla en el art. 366 del Código
de rito en la materia, encuadrando allí la conducta del procesado como
incursa en el delito de homicidio, aunque atenuando al haberse cometido en estado
de emoción violenta del art. 81, inc. 1°, del Código Penal.
Por último, tanto la acusación oficial, como la particular, coincidieron
con la sentenciante en estar en presencia del delito de homicidio simple, discrepando
sólo en cuanto al monto de la pena. La defensa, por su parte, centró
sus esfuerzos en demostrar la inimputabilidad de Santos, subsidiariamente buscó
el amparo en el estado de emoción violenta y, finalmente, en el exceso
en la legítima defensa.
Tal variedad de opiniones, que pone de relieve las peculiaridades del caso,
demanda el mayor de los esfuerzos en pro de obtener la justicia que debe contener
la decisión final de la cuestión debatida.
La legítima defensa, ligeramente, puesta de lado a fs. 900 y a fs. 948,
y en el fallo en crisis, pese a reconocerse en él la concurrencia de
las exigencias previstas en los apartados a) y c) del inc. 6° del art. 34
del Código Penal -agresión ilegítima sufrida por Santos,
y la falta de provocación suficiente por parte suya- parece mostrarse,
en el caso, como la solución más acertada.
En efecto, entiendo que Santos obró, "ab-initio", en legítima
defensa de su derecho de propiedad injustamente agredido por el delito del que
fue sujeto pasivo, y que sólo en el tramo final de su acción excedió
los límites impuestos por la necesidad de defensa racional mediante el
empleo de un medio superior, por excesivo, al adecuado, lo cual tuvo lugar y
obedeció al error imputable suyo, al que fue llevado por la advertencia
de su esposa, es decir, que incurrió -en mi opinión- en un actuar
imprudente, o negligente, debiendo entonces ser responsabilizado en los términos
del art. 35 del Código Penal, que específicamente tipifica esta
clase de conductas.
Obsérvese la incongruencia de criticar una supuesta venganza privada
cuando se reconoce, al mismo tiempo, en el fallo apelado, la concurrencia, en
favor del procesado, de dos de las tres circunstancias que justifican o legitiman
el proceder enjuiciado, ello, a todo evento, debió influir decisivamente
en la pena, exhibiéndose entonces, la aplicada como desmesurada frente
a la comprobación de aquellas circunstancias, y por ende como injusta.
Y véase la impropiedad de criticar, bajo aquél mismo rótulo,
el ejercicio de facultades que la ley concede, o que cuanto menos tolera bajo
el instituto de la legítima defensa, que es un caso especial de estado
de necesidad, de indudable arraigo histórico admitido como el caso más
unívoco y tangible de una causal justificación, sea considerada
ella como un derecho elemental a la autoprotección y la autodeterminación
frente a las agresiones antijurídicas de terceros, o como defensa sustitutiva
de la tarea de confirmación del derecho a cargo del Estado, cuya concurrencia
-la legítima defensa- elimina la contrariedad de la conducta típica
con el orden jurídico.
Y obsérvese que, en el caso, como ya se dijo, y como el mismo fallo lo
admite, ha existido, en perjuicio de Santos, una agresión ilegítima,
es decir, una interferencia concreta, objetivamente intencional, un ataque cierto
a los derechos suyos, llevado a cabo por los nombrados Aguirre y González
cuando le sustrajeron el autoestéreo, luego recuperado dentro del vehículo
que ellos tripulaban, creándose un menoscabo ilegítimo, en perjuicio
de Santos, contrario al derecho. "Los términos generales "defensa
propia o de los derechos", bastan para amparar la defensa de la propiedad,
la violación del domicilio, y cualquier otro derecho en que nos viéramos
atacados" (R. Rivarola, "Exposición y Crítica del Código
Penal", T 1, n° 134, pág. 145), reconociéndose no sólo
la posibilidad de defender la vida, y la integridad personal, sino también
el honor, el pudor, el patrimonio, la libertad, etc., tratándose, la
conducta defensiva, de aquélla que despliega la víctima de la
agresión ilegítima para impedirla o repelerla, lo cual, obviamente,
supone que se actúa contra el agresor, y que a éste se le causa
un daño, que no exista provocación suficiente por parte de quien
se defiende, y que tal defensa sea necesaria, debiendo señalarse, sobre
este último tema, sus notas de oportunidad, es decir, su ocurrencia en
tiempo a propósito y cuando conviene, y de necesariedad, por la manera
como fue ejercida, o se ejerce, en alusión al medio defensivo empleado.
Y va de suyo que la defensa es oportuna cuando existe actualidad en el peligro,
y es inoportuna si se ejerce antes, o después de la agresión,
entendiéndose que el ataque subsiste, si sólo varía la
forma o la manera del ataque, e igualmente en tanto el agredido intente impedir
que el agresor se quede con la cosa robada (Nuñez, "Derecho Penal
Argentino, T1, pág. 368, nota 287). Finalmente, el medio racionalmente
necesario -las acciones ejecutadas para impedir o repeler la agresión-
hace referencia a un concepto relativo, esto es, que guarde proporción,
el medio empleado con la agresión, o sea, un empleo adecuado de los elementos
de defensa de que se dispone en el momento con relación al ataque, lo
cual no significa identidad entre los instrumentos, pues la equivalencia de
los medios no está preceptuada en la ley, ni el la doctrina, ni ella
supone paridad estricta. "Todo depende de una consideración circunstancial
que toma en cuenta las situaciones individuales de las personas intervinientes,
los medios que dispone el agredido, las situaciones de tiempo, modo y lugar,
el objetivo del ataque, la intensidad de éste, etc." (Ob. y aut.
Cit., T 1, pág. 373), recordando, el mismo autor, que el agredido puede
defender legítimamente, a costa de la vida del agresor, un bien, como
la propiedad, o la honestidad, y que tratándose de la defensa de los
primeros su sola calidad no excluye de manera absoluta la legitimidad de la
defensa con efecto mortal, aunque también se hace referencia, en este
tema, a la evolución operada en la doctrina, con la aceptación
de las limitaciones derivadas de la idea de lo socialmente intolerable y otras
semejantes, que limitan la amplitud de la legítima defensa, como es el
caso de las restricciones éticos-sociales, el principio del menor daño,
la obligación de solidaridad frente al agresor, la ponderación
de bienes, etc. Sobre esta temática puede verse en Zaffaroni ("Tratado
de Derecho Penal, T IV, pág. 586), quien no es de los autores que aceptan
ilimitadamente el ejercicio de la legítima defensa, cuando sostiene que
ella puede ejercerse hasta que cese la actividad lesiva, o mientras existe la
posibilidad de retrotraer o neutralizar sus efectos, y que bien puede haberla,
luego de la consumación de un delito. "Defiende legítimamente
su patrimonio -dice- el propietario de un automóvil que lo recupera por
la fuerza de quien se lo hurtó dos días antes si lo halla casualmente
y no puede acudir a otro medio", subsistiendo la agresión cuando,
a pesar de haber afectado ya intereses protegidos, una contra-acción
puede neutralizar total o parcialmente sus efectos, admitiéndose la defensa
contra quien nos apunta con un arma, y aun cuando el agresor hace ademán
de sacar un arma, como son los casos y el criterio que expone Francisco Fernández
de Moreda ("La Ley", T.116, año 1964, pág. 118 y siguientes),
cuando recuerda, entre otros, los fallos del Tribunal Supremo español
del 31 de marzo de 1943, y del 5 de marzo de 1942, y uno anterior del 22 de
febrero de 1919, en los cuales se dijo que el ademán de sacar arma habríase
de considerar agresión cuando las circunstancias especiales del caso
revelasen el riesgo inminente de que dicho ademán fuere el principio
del acometimiento como cuando precedieren insultos y amenazas ... para la persona,
honor o bienes del que se defendiese.
En el tema de la actualidad, es justo, entonces, reconocer como vigente el viejo
principio según el cual el agredido no está obligado a esperar
a ser golpeado, siendo actual la agresión que aún perdura, es
decir, la que ha comenzado, y no ha concluido, perdurando mientras sea posible
defender el bien agredido. "Así, en el hurto, la agresión
no culmina sin más por la sola obtención de la custodia ... el
disparo efectuado al ladrón que huye con la cosa, incluso la persecución
hasta su propia morada, se encuentra aun dentro de los márgenes de la
actualidad de la agresión" (Maurach-Zipt, "Derecho Penal",
T 1, pág. 448, Traducción de la 7ª. Edición, Editor,
Astrea, 1994).
Sobre la base de estas ideas resulta adecuado entonces ubicar la acción
del procesado en los términos de la legítima defensa. Si cualquier
individuo que sorprende "in fraganti" a un delincuente puede aprehenderlo
para someterlo a la acción de la justicia -art. 368 del Código
de Procedimientos en Materia Penal-, cuanto más esta autorizada la propia
víctima del hecho delictivo para hacer lo propio. La persecución
de los ladrones se encuentra entonces al amparo de esa causal que legitima la
conducta, de modo que excluyo que haya estado el procesado sólo procurando
darle alcance a los ladrones con el fin ilegítimo de vengarse y matarlos,
como parecen entenderlo erróneamente los acusadores y la juez sentenciante.
No es que los ladrones se rindieran y que Santos, pese a ello, abriera fuego
contra los maleantes, tampoco, obviamente, el exceso radica en las puras relaciones
causales establecidas "ex post facto", lejos de la vivencia y apuros
del que se defiende (CCC, Sala I, "Arias, F.", del 29 de noviembre
de 1989), nadie vio que hicieran, González y Aguirre, el menor gesto
en ese sentido, ni que por medio de movimientos o actitudes de fácil
e indubitable interpretación ofrecieron ellos devolver lo que habían
robado poco antes.
La prueba de la que tengo que valerme para este último tramo del hecho,
aunque escasa, no fue controvertida, y a ella debe atenerme ponderando el mérito
del testimonio, relativo, ciertamente, insisto, no controvertido, de la esposa
del procesado, testigo único del momento crucial del episodio de juzgamiento,
cuya relación de parentesco con el procesado no es obstáculo que
impida considerar como elemento de convicción eficaz, -arts. 305 y 306
del Código de Procedimientos en Materia Penal- en tanto aparezca congruentemente
ajustado al resto de la prueba incorporada.
Es decir, concretando, debo hacer mérito de lo que explica la esposa
de Santos, cuando dice que, apareados los vehículos, ante la actitud
hostil de los ocupantes del Chevy, y recibiendo ellos los gritos e insultos
de los ocupantes del Chevy, al ver que el acompañante del conductor se
agachaba haciendo un movimiento hacia abajo como si fuera a tomar algo y pensando
que era un arma, gritó "nos van a matar", escuchando acto seguido
dos disparos, los que su marido efectuó, a consecuencia de los cuales
murieron ambos ocupantes del Chevy.
Parece entonces decisiva esta versión, que guarda coherencia, y correspondencia,
por la actitud acorde a derecho, que el procesado había desplegado hasta
ese momento, aunque denotándose a partir de aquí, un error conceptual
en la percepción de los hechos por parte de Santos, consistente en tomar
al pie de la letra la expresión de alerta de su esposa, sin guardar en
el trance culminante la prudencia que la situación hubiera requerido.
Claro que no debe juzgarse la situación con la frialdad del científico,
y bajo las vivencias ajenas a las propias del conflicto desatado. Una cosa es
estar detrás de un escritorio, juzgando a la distancia los hechos gravísimos
ya ocurridos en los que no participamos de manera personal, y otra muy distinta
es enfrentarse, cara a cara, con dos individuos hostiles, que habían
ya dado muestras de su nulo respeto por la ley y de un grado de audacia significativo
al robar a Santos en un momento del día y en un lugar que, se supone,
no era le apropiado para delinquir, no obstante lo cual lo hicieron, tal vez
especulando con la indiferencia o la sorpresa de los transeúntes.
En este aspecto debe decirse que la creencia de Santos, que en definitiva resultó
errónea, no aparece divorciada de la realidad. Esa hostilidad que se
les atribuye encuentra se reflejo, no sólo en lo que habían realizado
Aguirre y González robándole a Santos en las circunstancias de
modo, tiempo y lugar que resultan de este legajo, sino también en las
constancias de la causa 29.915, que tengo a la vista, iniciada el 22 de febrero
de 1990 -poco antes de los hechos de estos autos-, causa penal en la cual se
vieron involucrados también Aguirre y González por el delito de
robo que se les imputó -que habrían llevado a cabo usando el Chevy
y rompiendo el vidrio del auto estacionado-, surgiendo, de esa misma causa,
que el citado Aguirre ya había sufrido una condena penal a tres años
de prisión por el delito de robo.
Bien ha hecho entonces, mi estimado colega de Sala, al recordar (Donna E., "El
exceso en las causas de justificación", pág. 18) que el que
se defiende no se encuentra en la situación de juez en su gabinete, de
poder apreciar con exactitud el peligro del ataque y la naturaleza de los medios
que se deben oponer, su animo está forzosamente turbado y por lo tanto,
es muy difícil no exagerar el peligro y los medios empleados." Y
como sigue recordando el Dr. Donna, citando a Tejedor, "castigar el exceso
de la defensa es una ventaja que se da al bribón que asalta, contra el
hombre honrado que, víctima de una agresión injusta, y con su
espíritu profundamente perturbado, tendrá que exponerse a ser
considerado como un homicida común, como un verdadero criminal. (op.
cit., pág. 19).
En igual sentido, entre muchos otros, puede recurrirse al criterio jurisprudencial,
mayoritario, que Carlos E. Nino nos recordó en "La Legítima
Defensa", cuando cita el que expuso la Sala V del Tribunal al resolver
en los autos "Trefilio", del 8 de junio de 1972, JPBA, 2-17, en los
términos que siguen: "Tampoco es dable exigir al que se defiende
la serenidad de juicio para evaluar en esas circunstancias la proporcionalidad
del medio empleado, máxime si es uno solo el que tiene a mano."
En suma, estando vigente la agresión ilegítima que soportaba Santos,
y actuando éste al amparo de la legítima defensa de sus derechos,
fue alertado por su esposa, en momentos de máxima tensión, sobre
la eventual agravación del ataque, esta vez dirigido, ya no a los bienes
materiales, sino a la vida misma de ambos cónyuges, motivando ello que
Santos adoptara una actitud que pareció ser acorde a la nueva situación,
como ha sido emplear efectivamente el arma que hasta entonces sólo blandía
en actitud que no pasaba del mero hostigamiento intimidatorio, buscando, con
ello, sin lograrlo, vencer la voluntad rebelde de los cacos, y recuperar lo
sustraído.
Tal proceder se encuentra regulado en forma autónoma en el art. 35 del
Código Penal, sea que se entienda como causa de atenuación de
la culpabilidad, sea como causa de atenuación de la antijuridicidad.
Adviértase, sin duda, y pese a lo expuesto anteriormente, una desproporción
de la acción efectivamente desplegada por Santos, con lo que era necesario
en el trance bajo examen, al haber ido más allá de lo exigido
para repeler el peligro, es decir, el uso si se quiere precipitado del arma
de fuego, que para el caso concreto resultó sobreabundante como medio
para alcanzar el fin autorizado, derivado aquello, sin duda, del estado de perturbación
del ánimo padecido por Santos, y del error en que incurriera sobre la
verdadera significación de la actitud de los ladrones, sobre la cual
lo alertó su esposa, diciéndole "nos matan", el observar
que uno de ellos se agachaba en actitud de agarrar algún objeto, y por
la evidente hostilidad que exhibían, error vencible, y culpable, que
pudo haber sido superado mediante la observación de una cierta prudencia
en salvaguarda de bienes de indudable relevancia.
Sin desconocer el criterio opuesto del Dr. Donna, creo del caso referir que
en el exceso de defensa no hay dolo, porque si se llegara a constatar la intención
criminal en quien se defiende, desaparece el exceso para dar lugar al homicidio
común (Nuñez, "Derecho Penal Argentino, T.1, pág.
428, nota 510).
Sigo entonces el criterio de la Sala cuando resolviera que existe exceso en
quien obra en legítima defensa, yendo más allá de lo que
exige la defensa, y que él presupone una acción inintencional
producida dentro de un campo objetivo erróneo al que es llevado el autor
por negligencia o imprudencia en la apreciación de las circunstancias
reales que le distorsionan la apreciación de la situación de necesidad
(CCC, "Denicastro, A", Sala I, 14 de marzo de 1991).
Restaría, en esta materia, explicitar que el derecho no tiene por que
soportar lo injusto, que la subsidiariedad de la legítima defensa está
presente en el caso, pues el reclamo o demanda al auxilio oficial habría
permitido la definitiva huida de los cacos con la "res furtiva", y
su imposible recupero, y que las admisibles limitaciones a la legítima
defensa, en virtud de lo social, lo adecuado, lo racional, y los principios
antes aludidos, no han sido vulnerados en esta situación, no existió
un daño amenazado incomparablemente menor, ni puede decirse que el resultado
lesivo al que se arribó -lamentable sin duda- haya sido inusitadamente
desproporcionado respecto de la agresión, pues no era sólo la
propiedad la que estaba en juego -derecho garantizado por la Constitución
Nacional- sino, en la concreta experiencia vital del matrimonio Santos, y en
último término la vida misma de ellos dos, a juzgar por la advertencia
final ya citada derivada de la hostilidad de las víctimas, y del movimiento
de una de ellas, que bien pudo interpretarse como siendo el que realiza el que
extrae un arma de fuego.
No estamos en presencia del que mata al que le ha robado un fósforo,
ni de quien dispara contra el niño que huye luego de robar un fruto de
su huerta, casos extremos en las que admitir esa clase de defensa de los derechos
llevaría a hacer insostenible la vida en sociedad, pues aquí,
contrariamente a tales ejemplos, se dieron razones convincentes -al menos en
el plano subjetivo del agente- de un eventual y renovado ataque, por parte de
Aguirre y González, a bienes de Santos, superiores incluso a su derecho
de propiedad, de forma que la ley, y el Pode Judicial llamado a su aplicación,
no puede ignorar esa realidad, como ocurriría imponiéndole a Santos
una pena que sería injusta como castigo del delito de homicidio simple
reiterado, que no cometió, pues su actividad concreta, y la culpabilidad
específica suya, se concretó a la prevista en el art. 35 del Código
Penal.
En cuanto a la cuantía de la pena privativa de libertad por la acción
única de legítima defensa excesiva llevada a cabo, obviamente
habrá ella de estar limitada por la escala penal impuesta por el legislador
para el caso de homicidio culposo, por mandato del art. 35 del Código
Penal en función del art. 84 del mismo texto legal, inclinándome
por la sanción expresada más en el límite superior, y ello
así, en función de las circunstancias objetivas y subjetivas que
deben pondedarse, es decir, aquellas referidas al delito por un lado -fundamentalmente,
el daño causado, los medios empleados, y la naturaleza de la acción-
y al delincuente en sí mismo, por el otro, tales casos son su carencia
de antecedentes, la edad, formación intelectual y moral y estructura
de su personalidad, etc., sin descuidar las modalidades particulares del proceder
enjuiciado, referentes a la calidad de los motivos del delito y sus circunstancias
modales.
También tengo en cuenta el grado de culpabilidad del encausado, la función
retributiva de la pena, y los fines de prevención general y especial,
ínsitos en la respuesta penal al delito, y asimismo la inconveniencia
del efectivo encierro de Horacio Anibal Santos, cuya estructura familiar, laboral,
profesional, y psico-social, permiten tener por nulo el riesgo de su recaída
en el delito, y por mínima, o inexistente, la necesidad de resocialización
en los términos de la Ley Penitenciaria Nacional.
La pena de inhabilitación especial, prevista en el art. 84 del Código
Penal, se le impondrá por el término de diez años, y habrá
de estar referida a la tenencia, uso y portación de armas de fuego, de
todo tipo y especie.
En cuanto a los honorarios profesionales regulados en el dispositivo II a favor
de la letrada patrocinante de las partes querellantes -apelados por bajos a
fs. 1266-, ellos deben elevarse a la suma de siete mil pesos, para armonizarlos
con las pautas de la ley arancelaria, teniendo en cuenta la extensión,
calidad, y significación de su tarea profesional, fijándose los
de alzada, por la tarea de fs. 1277, en un treinta y cinco por ciento de aquéllos.
Al codefensor Dr. Jorge Anzorreguy deberá regulársele honorarios
equivalentes al treinta por ciento de los fijados en la instancia anterior,
en tanto que el letrado que aceptó el cargo a fs. 1323 bis., Dr. Jorge
Sandro, deberá cumplimentar los recaudos del art. 2 inc. b), de la ley
17.250, y acompañar su clave única de identificación tributaria
(CUIT).
Voto, entonces, para que sea confirmado el dispositivo I del fallo de fs. 1236,
sin costas de Alzada por haber existido apelación del acusador privado,
reformándolo en cuanto al título de la condena impuesta, que lo
será por el delito de homicidio cometido con exceso en la legítima
defensa -art. 35 y 84 del Código Penal- y en cuanto a la sanción,
que será disminuida, y que se fijará en tres años de prisión,
cuya ejecución quedará en suspenso -art. 26 del Código
Penal-, y en diez años de inhabilitación para usar y ejercer la
tenencia, o portación, de armas de fuego de cualquier tipo y especie.
Finalmente, en materia de honorarios propongo se resuelva en la forma precedentemente
mencionada.
EL DR. DONNA DIJO:
La causa que llega a esta Sala, a los efectos de dictar sentencia, tiene en
su base, una cuestión no demasiado compleja, puesta de relieve por el
Dr. Rivarola en su erudito voto.
1.- La cuestión es sencilla en cuanto a las ahora víctimas, Carlos
González y Osvaldo Aguirre, habían intentado robar el pasacassette
del automóvil del ahora procesado Santos. Este escuchó la alarma,
salió en su automóvil en persecución de aquéllos,
y, cuando los encuentra, ante el grito de la esposa, que creía que los
ladrones estaban armados, Santos dispara su arma de fuego, calibre 32 largo
y les da muerte. El lugar de la muerte de ambas personas es en la intersección
de las calles Pedro Moran y Campana. Este hecho está probado por las
constancias de autos, entre las cuales sobresale el acta de fs. 5, de la cual
surge que la policía encuentra a las víctimas ya muertas, dentro
del automóvil Chevrolet, modelo Chevy, y en poder de ellos el aparato
reproductor de sonidos que antes se habían apoderado, las testimoniales
respectivas, que corroboran tanto la persecución que el imputado hizo
de sus víctimas, y los disparos efectuados por aquel, con la consecuencia
antes mencionada, y la autopsia de fs. 178/181 y de fs. 187/191.
Sin embargo, en la sentencia, que ahora viene apelada, no se ha advertido que
detrás de esta sencillez, se ocultaban problemas, tanto en cuanto hacen
al injusto como a la atribuibilidad. Según la interpretación,
que surge de la lectura de la sentencia, el hecho relatado es igual a que si
Santos, sin causa alguna, se hubiera puesto al lado del auto de las víctimas
y les hubiera disparado matándolas. Y el sentido común nos dice
que esto no es así, cuando tal como lo ha sostenido el colega de Sala
que ha votado precedentemente, se ha discutido desde la legítima defensa,
hasta la capacidad de culpabilidad del imputado, pasando por el problema del
estado emocional, y en la que han intervenido los peritos médicos y psicólogos,
tanto oficiales como de parte.
2.- Pues bien, desde el punto de vista típico, se está ante un
homicidio (art. 79 del Código Penal). Es que se da tanto el tipo objetivo,
como el subjetivo. En cuanto al primero, está probado en autos que Santos
disparó en dos ocasiones su arma de fuego, que impactan en las dos víctimas,
provocándoles la muerte. Tanto la prueba pericial, como la autopsia,
así como los testimonios de autos, son acordes con este punto y, es más,
ninguno de los sujetos procesales la ha puesto en duda. El tipo subjetivo también
está acabado, en cuanto Santos quiere disparar su arma de fuego y así
lo hace, con lo cual se tiene también precisión sobre el carácter
doloso del hecho. Dicho en otros términos, quiso matar y mató.
Es decir, que en plano de la tipicidad, no hay problemas, y por tanto, estimo
que se está dentro del tipo penal del art. 79 del Código Penal.
3.- El primer escollo se encuentra en el plano de la antijuridicidad, ya que
de la sola lectura de la causa, se puede deducir la existencia de la legítima
defensa, en tanto se acepte la doble fundamentación de la justificante,
tanto en el sentido que el Derecho nunca debe ceder ante el ilícito,
como a la protección del bien jurídico personal (Schönke-Schröder-Lenckner,
StGB, par. 32,1). Y en este punto, tampoco hay dudas, ya que se da en este caso
el requisito básico de la eximente completa, esto es la agresión
ilegítima, contra la cual cabe la defensa necesaria, cualquiera sea el
bien defendible y cualquiera sea el daño ocasionado, dentro de los recaudos
del art. 34, inc. 6 y 7, del Código Penal. Y esto es así porque
el ahora procesado tenía en todo momento la posibilidad de recuperar
la cosa, esto es, evitar el daño a su propiedad, y ese es el fin que
tuvo, tal como lo demuestra el testimonio brindado por la persona que lo atendía,
junto con su cónyuge en el local comercial, al afirmar que cuando sonó
la alarma, el ahora encausado salió corriendo hacia el automóvil
que estaba estacionado. En este punto hay que ser claro, ya que las dos víctimas
de este proceso, eran autores de un robo, que fue los que los llevó a
su muerte. Tanto González como Aguirre habían intentado, fuerza
mediante, esto es la rotura del vidrio del automóvil de Santos, apoderarse
del pasacassette, lo que los colocaba fuera del Derecho, y por ende la víctima
estaba facultada a defenderse. Hay que insistir en este aspecto, en la idea
que en la legítima defensa no hay ponderación de bienes, lo que
la distingue del estado de necesidad justificante, de allí que la doctrina
no ha tenido inconveniente en aceptar tal justificante para defender la propiedad
(Welzel, pág. 86, Maurach-Zipf, AT, par. 26, II, especialmente n°26
y 3, Jescheck, Tratado de Derecho Penal, pág. 276 y siguientes; Schmidhäuser,
Derecho Penal, AT, pág. 345, Samson SK StGB, par. 32,8 Schönke-Schröder-Lenckner,
par. 32, Bitzilekis, pág. 90 y siguientes, entre otros tantos). Y, tan
cierto es esto que, si en la persecución iniciada por Santos, y antes
de los disparos, aquéllos hubieran intentado defenderse, el Derecho no
los habilitaba para ello, ya que Santos estaba ejerciendo la legítima
defensa, por ende como es unánime la opinión, tanto doctrinaria,
como judicial, no hay legítima defensa en contra de la legítima
defensa, ya que la acción es valorada positivamente por el Derecho (Mayer,
Strafrecht, AT, 1953, pág. 157; Gimbernat, Fest. Für Welzel, pág.
491; Luzón Peña, Aspectos esenciales de la Legítima Defensa,
pág. 114).
Hasta este punto la cuestión es clara. Sin embargo el cuestionamiento
a la conducta de Santos surge del medio utilizado para recuperar el objeto que
se habían apoderado los ladrones, que es sin duda excesivo, con lo cual,
no ya la defensa, sino el medio utilizado deja de ser racional, por lo que la
conducta entra en el llamado exceso intensivo. En cuanto a este tema, si bien
he sostenido con anterioridad, -siempre partiendo del punto de vista que quien
se excede actúa con dolo-, que el exceso, era un problema relativo a
la antijuridicidad (El exceso en las causas de justificación, Astrea,
1985), una nueva reflexión sobre el tema me ha llevado a la conclusión
que se trata de una causal de no exigibilidad, que debe tratarse en la atribuibilidad,
y más exactamente en el tema de la responsabilidad por el hecho (Teoría
del Delito y de la Pena, T° I, pág. 220 y siguientes y T° II,
Astrea, en prensa). En este punto; el legislador argentino, creyó oportuno,
tal como surge del art. 35 del Código Penal, imponer pena al que se excede
dentro de la legítima defensa, acudiendo para ello a la escala del delito
culposo, pero manteniendo el carácter doloso de la eximente incompleta.
Es decir, el autor que se encuentra bajo la eximente de la legítima defensa,
y ya sea por error, ya por miedo, temor, emoción, se excede en los medios
defensivos y provoca la muerte del agresor ilegítimo, tendrá la
pena que el legislador ha previsto para el tipo culposo. Y, es en este punto,
en donde la afirmación que se trata de una causal de no exigibilidad,
basada en razones de prevención general, cobra relieve, dado que, distinto
a otras legislaciones, se prefirió la imposición de pena.
Y no parece difícil llegar a la conclusión que nadie le puede
quitar lo suyo, y, no solo detenerlos, sino, también recuperar sus cosas,
situación habilitada por el Derecho (Maurach-Zipf, Derecho Penal, par.
26, n° 26). Sin embargo, la ley argentina pone un límite, que consiste
en la racionalidad del medio utilizado para defenderse, que en este caso, como
es obvio, no existió. Es que visto desde el aspecto jurídico,
Santos no debió utilizar el arma de fuego y matar a sus ocasionales asaltantes,
ya que tenía otros medios para detener la agresión ilegítima.
Basta pensar en que podía disparar a las cubiertas del automóvil,
atravesarles el auto, y por qué no, directamente detenerlos y llevarlos
a la policía, órgano natural de persecución penal. Más
aún, cuando estaba en un lugar céntrico, en el cual podía
haber pedido ayuda a terceros, a los fines que, mientras él les apuntaba
con su revólver, otras personas, incluyendo a su esposa podían
ir a llamar a la ley. No sólo no eligió el medio que menos daño
causaba en el agresor, estando en condiciones de hacerlo, sino que, directamente
escogió el más gravoso, esto es la muerte de sus agresores, por
obra de su alterado estado de ánimo, con lo cual su conducta dejó
de ser jurídica, para convertirse en contraria a Derecho.
Sin embargo, de la descripción antes hecha, surge, por contrario, a lo
sostenido por el Dr. Rivarola, y al fallo citado de esta Sala, que el exceso
es doloso. Santos quiso matar y mató, cuando podía sin duda no
haberlo hecho. Las muertes en estos casos no se deben a negligencia o imprudencia
sino directamente a la intención final de la persona. En este punto,
sigo sosteniendo el error doctrinario de los autores, tales como Soler o Nuñez,
que basados en una teoría causal, insistieron en el carácter culposo
de la eximente incompleta, partiendo de la idea que el concepto de dolo se encontraba
en el art. 34, inc. 1°, del Código Penal. No hay duda pues, que quien
se excede lo hace intencionalmente, en el sentido que sabe que mata, y quiere
matar, que entra sin duda en un concepto de dolo que excluye dentro de si el
conocimiento del ilícito.
De acuerdo a lo expuesto, no tengo dudas que la pena a aplicar se debe buscar
en el tipo culposo, en este caso del art. 84, del Código Penal.
4.- Sin embargo las complejidades de esta causa no terminan acá. Si se
analiza la culpabilidad del autor, se verá que hay dos problemas a tratar,
de los cuales la sentencia de primera instancia se ha hecho cargo. Está
puesta en crisis la capacidad de culpabilidad de Santos, por una parte, y además,
está en juego un problema de error en los elementos fácticos de
la causal de justificación, que no es otra cosa que un problema de error
de prohibición.
4.1.- En cuanto al tema de la culpabilidad de Santos, a mi juicio es determinante
el testimonio de su esposa, en cuanto afirma que ella creyó que los ladrones
estaban armados y, que al ver que uno de ellos se agachaba, pensó que
buscaba un arma, y así se lo hizo saber a su esposo, a los gritos. Este
hecho es, a mi juicio, determinante para llegar a dos conclusiones básicas.
No había en Santos un estado de turbación de la consciencia de
un grado tal que lo llevara a la imposibilidad de comprender la criminalidad
del acto, o de dirigir sus acciones, de acuerdo con esa criminalidad, con lo
cual se descarta la inimputabilidad, que ha sido aducida en esta causa por algunos
peritos médicos, especialmente por las pericias obrantes a fs. 306/316
y a fs. 796/833, con las aclaraciones, tanto de los peritos de la defensa como
de la querella de fs. 833/854. De estas pericias, surge sin embargo la falta
de la enfermedad de la epilepsia, por una parte, y de la falta de un estado
de inconsciencia en el imputado, especialmente por parte de los peritos de la
Cátedra de Salud Mental de la Facultad de Medicina, que corroboran la
pericia de los Dres. Aterrazi y Galli, en cuanto afirman que Santos en el momento
de los hechos no se encontraba en estado de inconsciencia (fs. 742/755), concordante
con la pericia de fs. 756/775.
A esa situación debe sumarse la exactitud en ambos disparos, que dan
en el blanco y producen la muerte, con lo cual la invocada emoción-inconsciencia,
u otra alteración mental, no tiene en el caso la relevancia normativa
que el Código Penal le exige. En este sentido, y como no puede ser de
otro modo, no estoy discutiendo la base médica de las pericias médicas
de autos, sino las consecuencias jurídicas, que ello si es tarea del
Juez. El problema, tal como lo sostuve en la causa Ullmann, es que los jueces
tienden a preguntar lo indebido, esto es la comprensión de la criminalidad
del acto, cuando esta parte de la fórmula mixta del art. 34, inc. 1°,
del Código Penal, debe quedar limitada a la valoración del juez.
En esta causa, este error dogmático, es tan notorio, que se ordenan pericias
sobre pericias, intentando que se dé una respuesta médica a un
problema jurídico, y por lo tanto, poniendo a los peritos en la incómoda
posición de dictaminar como una especie de peritos-jueces.
Es que la emoción-inconsciencia, para que sea determinante de la eximente
completa del art. 34, inc. 1°, del Código Penal, tiene que tener
una entidad tal, que evite la posibilidad de comprensión o dirección
de las acciones. Dicho en términos más precisos, en los casos
en que se cuestione si la consciencia estaba perturbada, el problema debe resolverse
examinando cada caso en particular, teniendo en cuenta que la consciencia del
hombre es, en su naturaleza, distinta a la de los animales, en cuanto está
ligada a la función del tronco encefálico, que puede alterarse
por las conmociones cerebrales, pero tiene componentes del resto del cerebro,
con lo cual el autodominio, la autoconsciencia, es el resultado de una acción
conjunta de todas las partes cerebrales (Langelüdekem, Psiquiatría
Forense, pág. 63). Con lo cual, para que el cuadro confusional de la
consciencia, lleve al art. 34, inc. 1°, del Código Penal, la gravedad
del cuadro emocional debe ser de una entidad sumamente grave, y que se haya
mostrado en los hechos, y, no sólo en el dicho de la persona que dice
haberla sufrido. Dentro de un cuadro confusional como el que se intenta hacer
entrar al imputado, sus acciones no deberían haber tenido la exactitud
que se han mencionado, como surgen de la prueba obrante en el expediente. Como
bien sostiene Vallejo-Nágera, refiriéndose a los trastornos de
la consciencia, "pues en ellos, la actividad de la consciencia se halla
enfocada sobre un solo objeto o grupo de objetos, y todo lo que queda fuera
de ese punto macular está desenfocado y sin relieve, y el sujeto actúa
como autómata; como ocurre en los estados crepusculares epilépticos
(epilepsia psicomotora), durante los cuales el enfermo queda con la mirada en
el vacío, contesta de modo semiincoherente, anda tropezando a veces con
los objetos; si va por la calle, sigue con los movimientos de la multitud parándose
al cruzar las calles y pudiendo en casos, realizar actos complejos o incluso
viajes, todo ello de modo semiautomático y, generalmente, con amnesia
casi total de lo que realizó en ese estado, que puede durar de segundos
a días. Durante el estado crepuscular, el estado de ánimo suele
esta también estrechado y fijado en un acto determinado, muy intenso
(ira, terror, etcétera), que influye decisivamente en la conducta automática
del sujeto en estado crepuscular. " (Vallejos Nágera, Tratado de
Psiquiatría, 5ta. Edición, pág. 51). Bien podría
haber existido la inconsciencia, pero no podría Santos haber conducido
el automóvil, disparar certeramente el arma de fuego y volver a su casa,
actos todos estos sobre los cuales no hay discusión sobre su existencia,
y que demuestran la percepción, tanto de sí mismo, como del mundo
externo, fundamentalmente en el sentido que son todos actos finales, con una
dirección dada por el propio imputado, esto es, la persecución
y luego muerte de las víctimas. Queda pues, y de esto no hay duda, un
cuadro de emoción, tanto producido por la tentativa de robo, como por
el homicidio realizado con posterioridad, que no habilita la eximente completa
que se pretende introducir por la defensa.
4.2.- Sin embargo, y tal como he hecho notar, en cuanto al testimonio de la
esposa, es un imperativo procesal, que así como su dicho ha sido un elemento
más para llegar a determinar la capacidad de culpabilidad de Santos,
también debe tomarse en cuenta para llegar a la conclusión que,
dentro de su estado de ánimo alterado, el llamado de atención
de su cónyuge pudo llevar al procesado a pensar que los agresores estaban
armados, situación que lo coloca en el supuesto del error sobre los extremos
fácticos de una causal de justificación, que a mi juicio se debe
regular de acuerdo a los criterios del error de prohibición, que en el
caso, es sin duda, evitable. En este punto bien vale la pena acudir a Welzel
cuando afirmaba que "aún si el autor supone erróneamente
que se dan los presupuestos objetivos de la legítima defensa, el hecho
permanece antijurídico (Welzel, Das deutsche Strafrecht, 11 ed. Berlín,
1969, pág. 79). Con lo cual el error sobre la existencia de una agresión
ilegítima impide la exclusión del injusto (Jescheck AT, segunda
edición, pág. 247). Sin embargo, tampoco tengo dudas que debe
disminuirse la pena, también en función del art. 35 del Código
Penal, tal como lo sostuve en la causa n° 34.491, "Mansini, Miguel",
de fecha 28 de abril de 1989, de esta misma Sala, habida cuenta que desde esta
norma se debe regular el error de prohibición vencible, en los casos
de turbación del ánimo, que es sin duda el presente caso. (Bacigalupo,
Tipo y Error, pág. 52, Sistema del error sobre la antijuridicidad en
el derecho penal, en Nuevo Penal, año 1972, pág. 58).
Por otro lado, en cuanto a la evitabilidad del error, ella se determina por
el poder individual del autor, basado en que el error sea racional y fundado
(Rodriguez Mourullo, Legítima Defensa real y putativa en la doctrina
del Tribunal Supremo, Civitas, Madrid, 1976, pág. 88). De allí
que se pueda inferir en el presente caso que el error no surge de una creencia
racional y fundada, sino, en cambio, de una creencia súbita del autor,
evitable por el propio imputado, si hubiere tomado las precauciones del caso.
Bastaba que Santos, en las circunstancias antes narradas, hubiera disminuido
la marcha de su auto, o constatado, por su propia experiencia, el dato que le
estaba dando su acompañante, para salir del estado de duda en que podía
encontrarse.
Por último, existe un solo exceso en la legítima defensa, ya que
hubo una sola agresión ilegítima, al par que hay un solo error,
sobre el cual se debe trabajar la eximente incompleta. Y digo esto, porque el
doble homicidio, se debe analizar dentro de estos parámetros, es decir,
si se me permite la expresión, dentro de un solo hecho, cual es de defenderse
contra dos ladrones, que primero le intentan robar, y luego atacar, que lleva
no sólo a consecuencias en el injusto del acto, sino también con
referencia a la pena impuesta.
En síntesis, tomando la vía del exceso en la legítima defensa,
sumado al error de prohibición vencible, entiendo que la pena debe extraerse
del art. 35 del Código Penal, y por eso la remisión, solo a la
pena del delito culposo. En este orden de cosas entiendo que la pena de tres
años de prisión en suspenso y la inhabilitación especial
por diez años para el uso de armas, se adecua a la retribución
que contiene toda sanción penal. No alcanzo a ver el motivo por el cual
en este caso se debe imponer pena de efectivo cumplimiento. Lo que la Ciencia
del Derecho Penal viene sosteniendo de manera casi unánime, es el tratar
de evitar la cárcel en la penas cortas. Tengo en cuenta para ello la
culpabilidad del autor, ya debidamente ponderada, el reproche en la base a la
rebelión a la norma dado en el caso, también analizada, los criterios
de prevención, tanto especial como general, el daño causado, la
actitud tenida después del hecho, la peligrosidad revelada, y las circunstancias
en que se sucedieron los hechos (arts. 79, 45, 35 y 26 del Código Penal
y art. 18 de la Constitución Nacional).
EL DR. TOZZINI DIJO:
Al tener que emitir mi voto en tercer término, muy poco es lo que puedo
agregar a lo dicho por los dos egregios colegas que me han precedido.
Repasar los hechos que dieron origen a este proceso sería prolijo. Por
ello, sólo puedo hacer unas pocas consideraciones y salvedades jurídicopenales
y victimológicas.
En primer lugar, no puedo sino manifestar mi total adhesión al rechazo
que ellos hacen de los diversos enfoques efectuados por la defensa de Santos
a fs. 1299/1319, para que se juzgue el actuar del nombrado acusado como proveniente
de un hombre inimputable, por haber actuado en aquel momento en estado de inconsciencia;
o para que los homicidios resultantes sean atribuidos a un estado de emoción
violenta; o al ejercicio por su parte de la reacción legitimada por la
defensa necesaria; o, finalmente, a una defensa putativa, la cual resulta inaplicable,
como defensa meramente imaginaria, cuando, como en la especie, se ha aceptado
-lo cual también comparto íntegramente- la existencia de las características
de una legítima defensa, aunque excedida o desproporcionada.
En segundo lugar, también estoy de acuerdo en que la doctrina, tanto
nacional como extranjera, en su gran mayoría admite la legítima
defensa también contra la acción del ladrón para reintegrar
los "derechos" de la propiedad al damnificado; siempre y cuando se
den todos los requisitos de la legítima defensa y, en particular, el
de la necesidad racional del medio empleado para repeler o impedir la agresión
injusta, actual o inminente, que el agredido no provocó.
Es que la legítima defensa o defensa necesaria es, como dicen Maurach-Zipf
("Derecho Penal", cit., pág. 437), el caso más unívoco
y tangible de una causa de justificación, pues no depende de una ponderación
de los intereses en disputa, sino que se determina según la peligrosidad
e intensidad de la agresión, con abstracción del valor del bien
atacado. De allí, entonces, la necesidad de que el derecho prevalezca
sobre el acto ilícito. Sin embargo, está en plena discusión
el tema de poder limitar la defensa de estos derechos sobre la base del principio
de la mínima lesión al agresor, pero sin destruir, a la vez, el
principio de que la legítima defensa no admite ponderación de
bienes ni disfumar sus límites con el estado de necesidad. De este modo,
el nuevo Código austríaco, por ejemplo, que limita los bienes
jurídicos que pueden ser objeto de legítima defensa, la autoriza
expresamente sobre bienes del patrimonio, junto a la vida, la salud, la integridad
corporal y la libertad personal.
Así, podemos citar, entre otros muchos, a Bettiol-Pettoello Mantovani,
"Dirito Penale", dodicesima edizione, Cedam, Padova, 1986, pág.
379, Hans Jescheck, "Tratado de Derecho Penal", Ed. Bosch, T.I, 1981,
pág. 474, Reinhart Maurach, "Tratado de Derecho Penal" Ed.
Ariel, Barcelona, T.I, 1962, pág. 382, quien extiende la "actualidad"
de la agresión en el hurto hasta cubrir el disparo "hecho al ladrón
que escapa con el botín", y que en la edición actualizada
por Zipf cubre "el disparo efectuado al ladrón que huye con la cosa,
incluso la persecución hasta su propia morada" (Maurach-Zipf, "Derecho
Penal", Parte General, T.I, cit., pág. 448); Luis Jiménez
de Asúa, "Tratado de Derecho Penal", Ed. Losada, Buenos Aires,
T.IV, 1953, n° 1305, pág. 126, in fine, donde extiende la defensa
de los bienes inmateriales; Mariano Jiménez Huerta, "La antijuridicidad",
Ed. Porrúa, México, 1952, págs. 282 y 283, quien la acepta
en tanto implique un "ejercicio racionalmente necesario", aclarando
que "la falta de necesidad no se refiere a la proporción sino a
la existencia propia de la legítima defensa"; y, entre nosotros,
Sebastián Soler, "Derecho Penal Argentino", Ed. TEA, Buenos
Aires, T.I, 1970, pág. 345; Ricardo C. Nuñez, "Derecho Penal
Argentino", Ed. Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, T.I, 1959,
pág. 353, quien incluye entre los derechos la preservación de
los atributos esenciales de la persona; Carlos Fontán Balestra, "Tratado
de Derecho Penal", Parte General, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, T.II,
1977, pág. 141, y Eugenio R. Zaffaroni, "Tratado de Derecho Penal",
Parte General, Ed. Ediar, Buenos Aires, T.III, 1981, pág. 595.
Los autores, en general, ni siquiera exigen que la agresión adopte la
forma que tuvo en este caso particular, es decir, la de un hecho típico,
como lo es el robo, bastando, en cambio, con que sea ilegal aunque penalmente
no revista caracteres delictivos.
Sentado, entonces, y en tercer lugar, que Santos fue objeto de una agresión
injusta por parte de González y de Aguirre, que de ningún modo
estaba obligado a soportar y que, como consecuencia, estaba legalmente autorizado
para neutralizar, debo manifestar que, si bien en la causa "Denicastro",
del año 1991, que citó el Dr. Rivarola, hablé de la "imprudencia
o negligencia" para caracterizar el criterio erróneo por el cual
el autor fallaba en la apreciación de las circunstancias objetivas, con
lo cual distorsionaba la ponderación de los límites de la necesidad,
ello se debió, posiblemente, a que me dejé llevar por las argumentaciones
de la defensa en un caso en que; al contrario del de autos, se trataba de rechazar
la pretensión de un exceso en la defensa, toda vez que el allí
acusado había disparado al ladrón fracasado por la espalda, mientras
éste huía desarmado, en un típico caso de "defensa
extensiva", que nada tenía que ver con la legítima defensa.
Pero, lo cierto es que ahora no puedo suscribir tales afirmaciones, aun cuando,
en el fondo, se arriba a la misma solución de aplicar la pena del delito
culposo, según lo prescribe el art. 35 del Código Penal, puesto
que ello toca con la estructura de la teoría final de la acción
que, a mi juicio, ofrece un panorama -del acto de matar, aún autorizado,
como doloso- más acorde con la realidad de las acciones del hombre y,
por lo tanto, más humanamente justo. De este modo, en la causa n°
36.219, "Arias, F.V.", del año 1989, que también cita
el Dr. Rivarola, afirmé que el sujeto excede el marco de la legítima
defensa cuando emplea medios que superan los que hubiesen sido racionalmente
necesarios para cumplir con la finalidad defensiva propuesta. "Con otras
palabras, cuando se transgrede la norma del inc. 6°, letra b, del art. 34
del Código Penal, es decir, la necesidad racional del medio empleado
para impedir o repeler la agresión injusta de que se es objeto, sin dejar
de actuar en la creencia de estar justificado, se está actuando con exceso.
Pero no cuando se mata mediante muchas heridas, puesto que el dolo de matar
es común a todos los que se defienden legítimamente...".
Y es que el error de prohibición que hace al sujeto actuar de un modo
excesivo afecta, en la teoría final del delito, típicamente estratificada,
sólo a la culpabilidad, como enjuiciamiento del proceso de motivación
del autor, y deja, en cambio, intacto el dolo, como elemento del tipo delictivo
subjetivo.
El juicio de adecuación a la necesidad racional debe centrarse, pues,
en la vencibilidad o invencibilidad del error. Y aquí una vez más
debo coincidir con las afirmaciones de quienes me precedieron en el voto, puesto
que la existencia de una representación errónea o de una facultad
deficiente de autodominio no pueden transformar lo ilícito en lícito.
El exceso, por tanto, tal y como se observa en el presente caso, aparece cuando
el agredido transgrede, por ira o por el acaloramiento provocado por la situación
injusta, la medida proporcional autorizada para la defensa necesaria frente
al ataque del agresor, y que, en el caso concreto de Santos, mis colegas de
Sala ya puntualizaron al hacer referencia a las posibilidades que tuvo de actuar
como agente aprehensor en flagrante delito, cruzando su coche para que los ladrones
no huyeran, deteniéndolos inclusive a mano armada o a los neumáticos
del automóvil de aquéllos. Dado que lo ilegal no puede primar
sobre el derecho, es obvio que a Santos la ley no le exigía abstenerse
de toda reacción frente a la agresión -aunque esta conducta, de
ser posible, puede llegar a constituir un límite al estado de necesidad-,
si le imponía el deber de observar -sin que para ello el juzgador olvide,
en un juicio "ex antes", ponderar los verdaderos apuros del agredido
a la luz de la "humana fragilitas"- el principio de "mínima
lesión al agresor", conforme al cual quien se defiende debe elegir,
de entre los medios de repulsa que dispone para una defensa eficaz, el menos
dañoso o peligroso. Aquí, en esta ponderación, radico el
error de Santos, perfectamente vencible sino hubiese permitido que la ira que
le provocó esta nueva agresión ilegítima a su propiedad
quitara claridad de juicio a sus valoraciones, hasta hacerle creer que su reacción
excesiva estaba amparada por la defensa necesaria.
En cuarto lugar, y para terminar, no puedo dejar de señalar, en el mismo
sentido en que lo hace el Dr. Rivarola, que la falta de peligrosidad para terceros
de Santos, y que lo hacen merecedor de una pena privativa de libertad suspendida
en sus efectos de encierro, ha de buscarse evidentemente, en el exclusivo factor
victimológico que medió en su caso, representando por la acción
de vulneración ilegal de su propiedad de que lo hicieron víctima
González y Aguirre y por cuyo motivo, tal y como lo enseña la
moderna victimología, terminaron siendo ellos, a su vez, victimizados
por su otrora víctima. Esta reacción, pues, contra la "víctima
participante" o "agresiva", cuya acción, al decir de Mantovani,
pone en peligro a una persona y " la constriñe a defenderse mediante
una reacción violenta" (Conf. Ferrando Mantovani, "Il problema
della criminalita", Cedam, Padova, 1984, págs. 384 y siguientes),
hace que el doble homicidio perpetrado por Santos en un mismo y único
acto, carezca de toda historia en el contexto de su vida normal y permite predecir
la casi imposibilidad de cualquier reiteración futura.
En síntesis, termino mi voto adhiriéndome a las propuestas efectuadas
por mis colegas de Sala y así lo voto.
Por el mérito que ofrece el acuerdo que antecede, el Tribunal RESUELVE:
I) CONFIRMAR PARCIALMENTE el punto I dispositivo de la sentencia apelada de
fs. 1236/1257 vta., en cuanto CONDENA a HORACIO ANIBAL SANTOS, MODIFICANDOSE
la calificación legal y la pena allí impuesta, la que se DISMINUYE
a TRES AÑOS DE PRISION, cuyo cumplimiento se deja en suspenso, Y DIEZ
AÑOS DE INHABILITACION ESPECIAL para tenencia, uso y portación
de armas de fuego, de todo tipo y especie, por encontrarlo autor penalmente
responsable del delito de HOMICIDIO COMETIDO CON EXCESO EN LA LEGITIMA DEFENSA,
sin costas de Alzada, por haber existido apelación del acusador privado.
(arts. 26, 29, inc. 3°, 35, 45 y 84 del Código Penal).
II) ELEVAR los honorarios profesionales regulados en el punto II dispositivo
del fallo recurrido de fs. 1636/1657 vta., a la Dra. Leila Leiva, letrada patrocinante
de las partes querellantes, en la suma de SIETE MIL PESOS ($ 7.000), fijándose
los logrados por su actuación ante esta Alzada en un treinta y cinco
por ciento (35%), de aquéllos (Ley 21.389).
III) REGULAR los honorarios profesionales logrados, por el Dr. Jorge Eduardo
Anzorreguy, letrado codefensor de Horacio Anibal Santos, por su actuación
ante esta Alzada, en la suma equivalente al treinta por ciento, (30%) de los
establecidos en el punto II dispositivo de la sentencia apelada de fs. 1236/1257
vta., debiendo, el letrado que aceptó el cargo a fs. 1323 bis, cumplimentar
los recaudos del art. 2, inc. b) de la ley 17.250, y acompañar su clave
única de identificación tributaria (C.U.I.T).
Notifíquese y devuélvase, sirviendo lo proveído de atenta
nota de envío,
Fdo.: Carlos A. Tozzini, Guillermo F. Rivarola y Edgardo A. Donna, Guillermina
Martinez, Secretaria.-
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