CASO MOUVIEL
CSJN, 17 de mayo de 1957. - Mouviel, Raúl O. y otros
Opinión del procurador general de la Nación:
Raúl O. Mouviel y otros han sido condenados en estos autos a sufrir penas de arresto
por infracción a los edictos policiales sobre "desórdenes" (art. 1°, inc. c]) y "escándalo"
(art. 1°, inc. a]), agraviándose la defensa del fallo respectivo por considerarlo violatorio
de los arts. 29, 68, incs. 11, 26 y 27, 83, inc. 3°, y 90 de la Constitución nacional.
El tema no es novedoso, ni incierta la jurisprudencia existente al respecto. La validez de
los edictos emanados del jefe de Policía ha sido reconocida invariablemente a partir del
caso de Fallos, t. 155, p. 178 (v. también t. 169, p. 209; t. 175, p. 311; t. 191, p. 388; t.
192, p. 81; t. 193, p. 244; t. 199, p. 395; t. 208, p. 253).
Sin embargo, tan autorizadas han sido las objeciones levantadas contra este criterio
(Jiménez de Asúa, "Tratado de derecho penal", t. 2, p. 325; Ricardo C. Núñez, "La ley,
única fuente del derecho penal argentino"), tal es el grado de amplitud que ha llegado a
cobrar en la actualidad el conjunto de las normas así dictadas, y tan fresco permanece
todavía en la memoria el recuerdo de las funestas consecuencias que para el ejercicio
legítimo de la libertad tuvo su aplicación en los últimos años, que considero necesario
examinar nuevamente la cuestión con la amplitud que su importancia exige.
El sistema constitucional argentino se afirma en el principio de la división de poderes.
De acuerdo con este principio, el Poder Legislativo dicta las leyes; el Poder Ejecutivo
las ejecuta y hace cumplir; el Poder Judicial las interpreta y aplica cuando se suscitan
controversias.
Nuestra Carta fundamental, a diferencia de la de los Estados Unidos de América, que no
contempló el punto en forma expresa, previó la necesidad de que la rama ejecutiva
colaborara con el Congreso para la mejor ejecución de las leyes, estableciendo en su art.
83, inc. 2°, que el Presidente de la Nación "expide las instrucciones y reglamentos que
sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su
espíritu con excepciones reglamentarias...". No es, pues, por delegación legislativa sino
en uso de una atribución que le pertenece de modo exclusivo que el Poder Ejecutivo
reglamenta, en este país, las leyes dictadas por el Congreso.
Sin embargo, la existencia de esta atribución reglamentaria no debe inducir a la errónea
creencia de que en algún modo el Poder Ejecutivo tiene facultades concurrentes con las
que son propias del Poder Legislativo. Ya estableció V. E., en el t. 1, p. 32 de su
colección de Fallos, que "siendo un principio fundamental de nuestro sistema político la
división del gobierno en tres grandes departamentos, el Legislativo, el Ejecutivo y el
Judicial, independientes y soberanos en su esfera, se sigue forzosamente que las
atribuciones de cada uno le son peculiares y exclusivas; pues el uso concurrente o
común de ellas haría necesariamente desaparecer la línea de separación entre los tres
altos poderes políticos, y destruiría la base de nuestra forma de gobierno".
Es preciso, por lo tanto, ser muy cautos en la apreciación de los límites de la facultad
reglamentaria conferida por el art. 83, inc. 2°, y sobre todo no olvidar jamás que su
correcto ejercicio presupone el contenido de una ley necesariamente preexistente.
Reglamentar es tornar explícita una norma que ya existe y a la que el Poder Legislativo
le ha dado una substancia y contornos definidos; y ello, sólo en la medida que sea
necesario para su ejecución, cuidando siempre de no alterar su espíritu con excepciones
reglamentarias.
"Para establecer las cosas en un terreno firme que impida al Poder Ejecutivo arrogarse
atribuciones legislativas al tiempo de dictar decretos -dice Huneuus, comentando un
precepto similar al nuestro-, sólo se necesita vigilancia activa de parte del Congreso y de
parte de los tribunales, cada uno en su esfera de acción... Ejecutar las leyes no es
dictarlas" ("Obras", 2ª ed., Santiago de Chile, 1891, t. 2, p. 48). Efectivamente, el poder
reglamentario se da para hacer posible la ejecución de la ley, por donde resulta evidente
que todo intento de reglamentar lo que no ha sido materia de ley constituye una pura y
simple usurpación de atribuciones legislativas, y no ejercicio legítimo de la facultad
conferida en el art. 83, inc. 2° de la Constitución.
Es preciso agregar también que lo que no puede hacer el Poder Ejecutivo por sí sólo,
tampoco lo puede aunque cuente para ello con una autorización legal, porque de
acuerdo con el art. 41 de la Constitución el Congreso está investido del poder legislativo
y no puede delegarlo sin violar la prohibición del art. 20. "Ciertamente -dijo V. E. en
Fallos, t. 148, p. 430- el Congreso no puede delegar en el Poder Ejecutivo o en otro
departamento de la Administración, ninguna de las atribuciones o poderes que le han
sido expresa o implícitamente conferidos. Es ese un principio uniformemente admitido
como esencial para el mantenimiento e integridad del sistema de gobierno adoptado por
la Constitución y proclamado enfáticamente por ésta en el art. 29 (actual art. 20)
(Willoughby, p. 1317; Cooley, C. L., 7ª ed., p. 163)".
La diferencia entre una indebida delegación de atribuciones legislativas y una simple
remisión al poder reglamentario del Presidente de la República para reglar pormenores y
cuestiones de detalle, se estableció con toda claridad en el recién citado caso de Fallos,
t. 148, p. 430, al expresarse: "Existe una distinción fundamental entre la delegación de
poder para hacer la ley y la de conferir cierta autoridad al Poder Ejecutivo o a un cuerpo
administrativo a fin de reglar los pormenores y detalles necesarios para la ejecución de
aquélla. Lo primero no puede hacerse, lo segundo es admitido aun en aquellos países en
que, como los Estados Unidos de América, el poder reglamentario se halla fuera de la
letra de la Constitución".
Precisamente, el recuerdo de dos fallos célebres en los anales de la jurisprudencia de la
Corte Suprema de los Estados Unidos, creo que contribuirá a precisar cuál es el límite
de validez del ejercicio del poder reglamentario acordado a la rama ejecutiva.
El primero es el caso "Panamá Refining C° v. Ryan", fallado el 7 de enero de 1935 (293
U. S. 388, v. traducción en J. A., t. 49, sec. jur. extr., p. 6), en el que se declaró
inconstitucional la sección 9ª, párr. c) del tít. I de la ley de reconstrucción de la industria
nacional ("Nira"), de junio 16 de 1933, que autorizaba al Presidente de los Estados a
prohibir el transporte interestadual y con el extranjero del petróleo producido o retirado
de depósito en exceso de la cantidad permitida por la legislación de los Estados
particulares y establecía, al propio tiempo, que toda violación a una orden del Presidente
en tal sentido sería castigada con una multa no mayor de 1.000 dólares o con prisión que
no excediera de seis meses, o con ambas conjuntamente.
El "chief justice" Hughes expuso la opinión de la mayoría del tribunal y merecen
destacarse, entre otros, los siguientes párrafos de su exposición: "La sección 9ª, c) no
establece si, o en qué circunstancias, o bajo qué condiciones, el Presidente deba prohibir
el transporte de la cantidad de petróleo y sus derivados producida excediendo la
permitida por el Estado. No establece criterio alguno que gobierne el rumbo del
Presidente. No exige fundamento alguno por parte del Presidente como condición de su
acción. El Congreso, en la sección 9ª, c), no proclama, pues, política alguna acerca del
transporte de la producción excedente. En cuanto a esta acción se refiere, confiere al
Presidente una autoridad ilimitada para determinar la política y para hacer efectiva o no
la prohibición, como lo crea conveniente. Y la desobediencia a sus órdenes es calificada
de delito castigado con multa y prisión...". "El Congreso dejó el asunto al Presidente, sin
normas ni reglas, para que lo manejara a su placer. El esfuerzo de proporcionar un
criterio mediante una ingeniosa y diligente interpretación permite aún tal amplitud
autorizada de acción que equivale en esencia a conferir al Presidente las funciones de
una Legislatura, más bien que las de un funcionario ejecutivo o administrativo que lleva
a cabo una política legislativa declarada. Nada hallamos en la sección 1ª que limite o
controle la autoridad conferida por la sección 9ª, c)...". "En todos los casos en que la
cuestión ha sido planteada, la Corte ha reconocido que existen límites de delegación que
no pueden constitucionalmente ser excedidos. Creemos que la sección 9ª, c), va más allá
de dichos límites. En lo que se refiere al transporte de la producción de petróleo
excedente del permiso del Estado, el Congreso no ha hecho declaración de política
alguna, no ha establecido norma alguna, no ha sentado regla alguna. No existe ningún
requisito, definición de circunstancias o condiciones conforme con lo que al transporte
debe prohibirse o permitirse".
El segundo de los fallos a que he hecho alusión recayó en el llamado "caso de las aves
de corral" (Schechter Poultry Corp. c. United States", 295 U. S. 495; v. traducción en J.
A., t. 50, sec. jur, extr., p. 37) y siguió de cerca al anterior, como que fué dictado el 27
de mayo de 1935. También se trataba de una de las leyes integrantes del plan de la
"Nira", la cual autorizaba al Presidente a aprobar "códigos de competencia leal" para las
diversas ramas de la producción, a solicitud de una o más asociaciones o grupos
representantes de una industria o comercio.
La sentencia que declaró inconstitucional la disposición respectiva fué dictada por
unanimidad, pero con la disidencia parcial de fundamentos del "justice" Cardozo, a los
que adhirió el "justice" Stone. El "chief justice" Hughes expresó también en este caso la
opinión de la Corte, resumiendo el punto relativo a la delegación de las facultades
legislativas en los siguientes términos: "La sección 3ª de la ley de reconstrucción no
tiene precedentes. No proporciona norma alguna respecto de ningún comercio, industria
o actividad. No contempla la imposición de reglas de conducta para ser aplicadas a
situaciones de hecho dadas, determinadas mediante los procedimientos administrativos
adecuados. En lugar de prescribir reglas de conducta, autoriza la redacción de códigos
que las establezcan. Para tal empresa legislativa, la sección 3ª no sienta normas, fuera de
la expresión de los propósitos generales de rehabilitación, corrección y expansión
señalados en la sección 1ª. En vista del alcance de esa amplia declaración y de la
naturaleza de las pocas restricciones que se le imponen, el arbitrio del Presidente para
aprobar o proscribir códigos y sancionar así leyes para el gobierno del comercio e
industria en todo el país, carece virtualmente de toda traba. Creemos que la autoridad
para dictar códigos así conferida importa una delegación inconstitucional de facultades
legislativas".
El "justice" Cardozo, que había votado en disidencia en el caso "Panamá Refining C° c.
Ryan", por considerar que no mediaba allí una delegación indefinida que permitiera al
Presidente "vagar a voluntad entre todas las materias posibles del transporte
interestadual, tomando y eligiendo a su placer", fué categórico al exponer su opinión en
este segundo asunto: "El poder delegado para legislar que ha encontrado expresión en
este código -dijo- no ha sido canalizado entre taludes que le impidan su desborde. Es
ilimitado e impreciso, si se me permite repetir mis propias palabras de una sentencia
anterior («Panamá Refining C° v. Ryan», 293 U. S. 388, etc.)...".
Podrá ser objeto de duda actualmente, hasta qué punto se aceptan en todo su rigor las
consecuencias que derivan de la doctrina establecida en estas decisiones, pero me parece
indudable que los principios en que ella se asienta deben considerarse inconmovibles en
materia penal, y constituyen, por lo tanto, una guía segura para orientarse en la cuestión
de autos.
¿Qué otra cosa, en efecto, que una verdadera autorización para dictar un código de faltas
implica la facultad reconocida al jefe de Policía, primero, por la jurisprudencia sentada a
partir de Fallos, t. 155, p. 178 y, posteriormente, mediante la sanción del art. 7°, inc. a)
del Estatuto de la Policía Federal (decreto 33.265/44, ratificado por la ley 13.030)?
Confieso que no alcanzo a comprender cómo, precisamente a través de la clara doctrina
establecida en Fallos, t. 148, p. 430, ha podido llegarse a declarar la validez de los
edictos policiales en t. 155, p. 178. Prescindo de que el art. 27 del Cód. de Proced.
Crim., invocado entonces como fuente de la facultad de emitir estos edictos, no es más
que una norma atributiva de competencia; y prescindo también de que el jefe de Policía
no es el titular del poder reglamentario acordado por la Constitución al Poder Ejecutivo.
Pero, no encuentro explicación para la afirmación, contenida en el cons. 7°, de "que
cuando el Poder Ejecutivo es llamado a ejercer sus poderes reglamentarios en materia de
policía de seguridad a mérito de una ley que lo ha autorizado para ello, lo hace no en
virtud de una delegación de atribuciones legislativas, sino a título de una facultad propia
consagrada por el art. 86, inc. 2° de la Constitución y cuya mayor o menor extensión
queda determinada por el uso que de la misma facultad haya hecho el Poder
Legislativo".
Y bien: si ello es así, preciso será reconocer que el Congreso podría autorizar al Poder
Ejecutivo, no digo ya al jefe de Policía, a dictar también un Cód. Penal, sin otra
cortapisa que la fijación del máximo de las penas aplicables; y que, en tal caso, dada la
existencia de una autorización legal, el Presidente no usurparía atribuciones legislativas
sino que procedería en ejercicio del poder reglamentario.
Evidentemente no se ha reparado en que la facultad genérica de reglamentar las leyes
acordada por el art. 83, inc. 2°, exige algo más que una simple autorización legislativa
para que su ejercicio resulte válido; que es necesaria la existencia de leyes dictadas por
el Congreso lo suficientemente definidas y precisas, como para que ese ejercicio no se
traduzca -empleando la expresión del "justice" Cardozo- en un "vagar a voluntad entre
todas las materias posibles" de lo que constituye el objeto de la autorización.
En el caso que se examina, ese objeto es la policía de seguridad, como lo señaló V. E.
en Fallos, t. 155, p. 178, y tal cual resulta ahora del texto expreso del art. 7°, inc. a) del
Estatuto de la Policía Federal, que entre las facultades de la misma, o mejor dicho de su
jefe, prevé la de "emitir y aplicar edictos, dentro de la competencia asignada por el Cód.
de Proced. Crim. (ley 2372), para reprimir actos no previstos por las leyes, en materia de
policía de seguridad; y dictar las reglas de procedimiento para su aplicación".
¿Puede darse algo más indefinido que esta vaga referencia a la policía de seguridad? La
medida de sus posibilidades la da, en todo caso, el número actual de edictos:
veinticuatro, es decir, exactamente el doble de los títulos que integran el libro II del
Cód. Penal, dedicado a la consideración de los delitos en particular.
Parecería que en una correcta interpretación constitucional la facultad de dictar el Cód.
de Faltas debiera considerarse exclusiva de la rama legislativa y, sin embargo, la Capital
Federal cuenta en la actualidad con un auténtico código contravencional dictado por la
sola voluntad del jefe de Policía. Lo que no hubiera podido hacer el Presidente de la
República, ni por supuesto los ministros del Poder Ejecutivo, a quienes la Constitución
prohibe tomar resoluciones que no conciernan al régimen económico y administrativo
de sus respectivos departamentos, lo ha venido haciendo en cambio un funcionario
administrativo que, además, reúne los poderes de ejecutar y juzgar en los mismos casos
que legisla.
He dicho que la Capital Federal cuenta en la actualidad con un verdadero Cód. de Faltas
como producto de la actividad legislativa que en forma discrecional le ha sido
reconocida al jefe de Policía, y no he exagerado por cierto al afirmarlo así.
El conjunto de los edictos contenidos en el R. R. P. F. 6 de la Policía Federal constituye,
en efecto, un cuerpo legal orgánico que hasta cuenta con una parte general y otra
dedicada al procedimiento.
La "parte general" consta de ochenta y cinco artículos y de los diversos capítulos que la
componen cabe mencionar, a título de ejemplo, los que corresponden a imputabilidad,
tentativa, complicidad y encubrimiento, diversas clases de penas, reincidencia, condena
condicional, ejercicio y extinción de las acciones, resultando interesante destacar que,
de acuerdo con el art. 10, en las contravenciones se aplican, además de las penas de
multa y arresto, previstas en el art. 27 del Cód. de Proced. Crim., las de amonestación e
inhabilitación.
En cuanto a los veinticuatro edictos a que antes hice referencia versan sobre los más
variados tópicos, e integran lo que con propiedad podría llamarse "parte especial" de
este verdadero código de faltas. Largo sería enumerarlos, por lo que baste señalar que en
ellos se legisla toda suerte de materias, desde la referente a asilados políticos hasta la
relativa a seguridad económica y reuniones deportivas, pasando por turismo, juegos de
naipes y seguridad públicas, en un total de ciento cuarenta y ocho artículos.
Sea, pues, por su metodología, o por la variedad y extensión de los temas contemplados,
pienso que no es una hipérbole la afirmación de que el R. R. P. F. 6 configura un
código. Hiperbólica sí me resulta, en cambio, la pretensión de que todo ese amplio
cuerpo de disposiciones es consecuencia legítima del poder reglamentario ejercido en
torno a las escuetas e imprecisas disposiciones del art. 27 del Cód. de Proced. Crim. o
del art. 7°, inc. a) del Estatuto de la Policía Federal.
Puede aquí repetirse, una vez más, con el "justice" Cardozo, que "el poder delegado para
legislar que ha encontrado expresión en este código, no ha sido canalizado entre taludes
que le impidan su desborde", y aún agregar con las mismas palabras empleadas por este
gran jurista en el ya citado caso "Schechter Poultry Corp. v. United States", que "esto
importa una delegación desenfrenada".
Pero, no solamente desde el punto de vista del juego correcto del principio de la división
de poderes son objetables los edictos policiales.
Está de por medio el significado que tiene en nuestra Constitución la garantía de que
nadie puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso.
En este sentido, y refiriéndose precisamente a una pena de $ 100 de multa impuesta por
una contravención policial, ha dicho V. E. con palabras señeras que nunca serán
recordadas lo bastante y que resultan totalmente contradictorias con el criterio seguido
en Fallos, t. 155, p. 178, que "la configuración de un delito por leve que sea, así como su
represión, es materia que hace a la esencia del Poder Legislativo y escapa de la órbita de
las facultades ejecutivas. Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado
de lo que ella no prohibe (art. 19, Constitución). De ahí nace la necesidad de que haya
una ley que mande o prohiba una cosa, para que una persona pueda incurrir en falta por
haber obrado u omitido obrar en determinado sentido. Y es necesario que haya, al
mismo tiempo, una sanción legal que reprima la contravención para que esa persona
deba ser condenada por tal hecho (art. 18). Estos dos principios fundamentales y
correlativos en el orden penal, imponen la necesidad de que sea el Poder Legislativo
quien establezca las condiciones en que una falta se produce y la sanción que le
corresponde, ya que el Poder Ejecutivo solamente puede reglamentar la ley, proveyendo
a su ejecución, pero cuidando siempre de no alterar su sentido (art. 86, inc. 2°). Así, en
el caso del t. 178, p. 355, con motivo de una sanción penal creada por el Poder Ejecutivo
nacional de orden pecuniario, esta Corte dijo: «Toda nuestra organización política y
civil reposa en la ley. Los derechos y obligaciones de los habitantes así como las penas
de cualquier clase que sean, sólo existen en virtud de sanciones legislativas y el Poder
Ejecutivo no puede crearlas ni el Poder Judicial aplicarlas si falta la ley que las
establezca» (Fallos, t. 191, p. 245)".
No se diga, pues, que la circunstancia de no haberse ultrapasado en los edictos el límite
de las sanciones mencionadas en el art. 27 del Cód. de Proced., basta para validarlos,
porque tan inconstitucional resulta la delegación del poder para fijar penas como la del
de definir acciones a los efectos de imponer esas penas. El precepto penal es
inescindible y se integra con ambos elementos, uno y otro del exclusivo resorte del
Poder Legislativo, como lo ha destacado V. E. en el fallo que acabo de citar.
Por otra parte, la garantía del art. 29 asegura que "ningún habitante de la Nación puede
ser condenado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso", y en el
texto constitucional el término "ley" no puede tener más que un sentido: el de ley
formal, o sea, de acto emanado de la rama del gobierno que está investida del Poder
Legislativo (art. 41), en el modo establecido por los arts. 69 y sigts. para la "formación y
sanción de las leyes". Por ello, no creo posible sostener que una disposición emanada de
una simple autoridad administrativa o de un poder que no detenta la atribución de
legislar, sea la "ley" que la Constitución ha exigido en algunos casos especiales como
condición necesaria para autorizar, en homenaje al interés general, el menoscabo de
algún derecho fundamental de los individuos.
Cuando el art. 38 de la Constitución dice que la expropiación por causa de utilidad
pública o interés general debe ser calificada por "ley" y previamente indemnizada, me
parece evidente que se ha referido a una ley del Congreso y no sé que se haya sostenido
o resuelto lo contrario (J. V. González, "Manual de la Constitución argentina", 9ª ed., p.
127; Montes de Oca, "Lecciones de derecho constitucional", año 1917, t. 1, p. 389; A.
de Vedia, "Constitución argentina", año 1907, p. 88).
¿Habrá de concluirse entonces que la Constitución ha protegido con mayor vigor la
propiedad que la libertad y que si es necesaria una "ley" para privar a una persona del
goce de sus bienes no lo es en cambio para encarcelarla; que a este último efecto basta
con una disposición dictada por el jefe de Policía? No ha sido este, en todo caso, el
criterio que informó lo resuelto en Fallos, t. 136, p. 200, donde sentó los siguientes
principios: "Que es una de las más precisas garantías consagradas por la Constitución la
de que ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley
anterior al hecho del proceso. Que en el presente caso ha sido violada dicha garantía
desde que se han aplicado penas fundadas en simples decretos del Poder Ejecutivo
provincial, que no tienen fuerza de ley dentro de nuestro régimen constitucional. Que no
cabe admitir que la Legislatura de Mendoza haya podido confiar o delegar en el Poder
Ejecutivo la facultad de establecer sanciones penales por vía de reglamentación de las
leyes dictadas por aquélla, dado lo que al respecto dispone el art. 19 de la Constitución".
Desde otro punto de vista sería erróneo pretender que son aplicables al problema que
vengo tratando los principios que justifican la validez de las que en doctrina se
denominan leyes penales en blanco. En esta categoría encuadran algunas disposiciones
como la del art. 6°, primera parte de la ley 12.830 (1) o la de los arts. 205 y 206 del Cód.
Penal, en los que las conductas punibles sólo resultan genéricamente determinadas,
remitiéndose la ley para su especificación a la instancia legislativa o bien a la
administrativa.
Por supuesto, no existe problema cuando la ley penal en blanco se remite a otra ley.
Pero, cuando la remisión es a la instancia administrativa conviene distinguir dos
situaciones: una, en la que la conducta punible está descripta en la ley penal, pero la
figura debe ser integrada con un elemento de hecho cuya especificación se defiere al
Poder administrador, como ocurre en el caso de la infracción a la ley de precios
máximos (art. 2°, inc. c], ley 12.830); y otra, en la cual la conducta punible no se
especifica sino por referencia a normas dictadas por el Poder Ejecutivo.
La primera de estas formas de legislar no puede, en principio, dar lugar a objeciones de
carácter constitucional. Pero, importa dejar bien sentado respecto de la segunda, que ella
sólo es admisible si el Poder Ejecutivo ha dictado las normas a que la ley se remite en
ejercicio legítimo de la atribución reglamentaria que le confiere el art. 83, inc. 2° de la
Constitución, porque en tal caso dicha norma es como si fuera la misma ley
reglamentada, puesto que la integra.
De otro modo, no se respetaría la garantía del art. 29 de la Constitución ya que, en
definitiva, aunque por vía indirecta, resultaría que la descripción de la conducta punible
no estaría hecha en la "ley" sino en una disposición autónoma del Poder Ejecutivo.
Superfluo es observar a esta altura del dictamen que, ni el art. 27 del Cód. de Proced.
Crim., tal como ha sido interpretado en Fallos, t. 155, p. 178, ni el art. 7°, inc. a) del
Estatuto de la Policía Federal satisfacen las exigencias apuntadas.
No se argumente, por último, que la materia legislada en los edictos policiales es de
menor cuantía, porque el monto de las sanciones resulta pequeño. Aparte de que ello no
bastaría para despojarles de su auténtico carácter de disposiciones penales, es un hecho
comprobado, del cual conservamos desgraciadamente muy recientes recuerdos, que
cuando se quiere subvertir el régimen republicano y democrático, cuando se pretende
coartar el libre ejercicio de los más elementales derechos individuales, las simples
contravenciones resultan ser uno de los principales instrumentos de que se valen los
gobiernos dictatoriales para sofocar la libertad. Sirva esta reflexión para refirmar que,
dentro del marco constitucional, sólo la prudencia del legislador, nunca la voluntad de
un funcionario ejecutivo, puede asumir la delicada y trascendente función de describir
acciones a los fines de imponer penas.
La jurisprudencia sentada, entre otros, en Fallos, t. 210, p. 554; t. 215, ps. 159 y 257; t.
217, p. 689, me obliga a abordar la cuestión de si el cumplimiento de la pena convierte
en abstracto el caso, determinando la improcedencia del recurso extraordinario.
Disiento en forma absoluta con este criterio. La condena es un acto jurídico que
sobrevive a la ejecución de la pena acarreando una serie de consecuencias que impiden
sostener con fundamento que no haya interés en la decisión. Basta señalar los efectos
que ella tiene en materia de reincidencia y condena de ejecución condicional aun en el
actual régimen de edictos (arts. 54 y 58, disposiciones generales del R. R. P. F. 6), para
comprender que existe un real interés jurídico en el fallo aunque la pena esté cumplida.
Los excesos a que puede llevar la tesis contraria los patentiza el caso de Fallos, t. 231, p.
35 (2) en el que se llegó hasta negar la procedencia de un recurso extraordinario
tendiente a establecer el alcance de una ley de amnistía so pretexto de que el
cumplimiento de la pena tornaba irrelevante para el beneficiario la declaración de que la
ley era aplicable a su situación. En otras palabras, el hecho de haber cumplido la pena se
consideró obstáculo para que se alcanzara el fin primordial de la ley, que no era otro que
el de desincriminar la conducta que motivó la condena.
En el mismo orden de ideas no debe olvidarse tampoco el sonado caso "Grondona Sáenz
Valiente y otras", resuelto por la Corte Suprema el 8 de octubre de 1948, que no he
podido encontrar en la colección de Fallos. Las apelantes pretendían la revisión de la
sentencia de un juez de faltas de la Municip. de la Capital, que se decía dictada con
violación de la garantía de la defensa en juicio. Pero, habiendo enviado el inferior una
comunicación en la que informaba haber sido puestas en libertad las interesadas por
haber cumplido la condena impuesta, fué decidido que en tales condiciones carecía de
objeto y resultaba abstracto todo pronunciamiento sobre las cuestiones planteadas en el
recurso extraordinario, invocándose al efecto como fundamento lo resuelto en fallos, t.
197, p. 321 y los allí citados.
Pues bien, basta leer este fallo y los que en él se citan (Fallos, t. 5, p. 316; t. 155, p. 248;
t. 193, p. 260 [3]) para percibir que se refirieron a una situación totalmente diversa,
como que en ellos no se trataba de condenas definitivas sino de recursos de hábeas
corpus carentes de todo objeto por haber sido el detenido puesto en libertad o hallarse
fuera de la jurisdicción argentina la persona de cuyo amparo se trataba.
En cuanto al primero de los casos que cité al comienzo, o sea, el de Fallos, t. 210, p.
554, se apoya en el de t. 209, p. 337 y el sumario de éste remite a su vez al t. 203, p.
312. Pero, también aquí la situación resulta distinta de la que se plantea en caso de
condena, puesto que V. E. se limitó a declarar improcedente el recurso extraordinario
interpuesto contra una resolución de la Dir. Gral. de Espectáculos Públicos que dispuso
clausurar durante dos días un cinematógrafo por haberse cumplido efectivamente la
medida y no tener, en consecuencia, objeto su revocatoria. Como se observa, se ha ido
extendiendo en forma que estimo indebida la aplicación de un principio que si resulta
razonable en los casos de medidas que no acarrean, por su naturaleza, modificaciones en
el estado jurídico de las personas, aparece como notoriamente injusto cuando se trata de
decisiones judiciales que declaran a alguien responsable de una infracción penal,
resultando contrario incluso a la garantía de la defensa en juicio.
Que subsiste un interés jurídico digno de protección aunque la pena se haya cumplido lo
demuestra la disposición del art. 552 del Cód. de Proced. Crim., cuyo espíritu es
evidentemente opuesto al que inspira la jurisprudencia a que me he referido: "El recurso
de revisión -dice este texto- podrá promoverse por el condenado o por su cónyuge,
descendientes, ascendientes o hermanos y por el ministerio fiscal. La muerte del
condenado no impide que se deduzca para rehabilitar su memoria o procurar el castigo
del verdadero culpable".
Por lo expuesto, opino que los edictos policiales sobre "desórdenes" y "escándalo",
sobre cuya base se han dictado las condenas de autos son violatorios de la garantía
establecida en el art. 29 de la Constitución nacional y del principio de la separación de
poderes en que se funda el régimen republicano de gobierno. Correspondería, en
consecuencia, revocar la sentencia apelada en cuanto pudo ser materia de recurso
extraordinario. - Abril 25 de 1956. - Sebastián Soler.
Buenos Aires, mayo 17 de 1957. - Considerando: Que consta en autos que el jefe de
Policía de la Capital, por resolución del 12 de noviembre de 1955, impuso a los
acusados "la pena única e individual de treinta días de arresto no redimibles por multa,
por «desórdenes» (art. 1°, inc. c]) y «escándalo» (art. 1°, inc. a]) y aplicación del núm.
36 del R. R. P. F. 6 y circunstancia agravante establecida en el art. 3° del edicto
señalado en primer término -faltas de distinta naturaleza (núm. 13, reglamento citado)-";
resolución que fué posteriormente confirmada en lo principal por sentencia del juez en
lo penal correccional.
Que contra esta sentencia el defensor de los imputados interpuso recurso extraordinario
para ante esta Corte, sosteniendo que "el régimen de faltas vigente y las sentencias de 1ª
y 2ª instancias son violatorias de los arts. 1°, 29, 68, incs. 11, 26 y 27, 83, inc. 3° y 90"
de la reforma de 1949 (1) (arts. 1°, 18, 67, incs. 11, 27 y 28, 86, inc. 3° y 95,
Constitución vigente [2]), dado que la concentración de las facultades judicial, ejecutiva
y legislativa en materia de faltas por parte del jefe de Policía, violaría el principio de la
división de los poderes establecido por la Constitución.
Que esta Corte, en decisiones anteriores, ha declarado la constitucionalidad de los
edictos policiales con el fundamento de que "no hay delegación de funciones
legislativas al conferir al Poder administrador o a ciertas reparticiones, la facultad de
fijar específicas normas de policía, crear infracciones y fijar las sanciones
correspondientes, dentro de límites establecidos por la misma ley, sino en ejercicio de la
facultad reglamentaria que preceptúa el inc. 2° del art. 86 de la Constitución nacional
conformada, es claro, al espíritu y letra de la ley reglamentada" y de que el edicto
policial no vulnera la garantía establecida por el art. 18 de la Constitución, que requiere
para la validez de una sanción penal la existencia de una ley anterior, pues constituye
una simple consecuencia de la autorización legislativa contenida en el art. 27 del Cód.
de Proced. Crim., y es tan obligatorio, por consiguiente, como la ley misma (Fallos, t.
155, ps. 178 y 185; t. 156, p. 323; t. 169, p. 209; t. 175, p. 311; t. 191, ps. 388 [3] y 497
[4]; t. 192, p. 181 [5]; t. 193, p. 244 [6]; t. 199, p. 395 [7]; t. 206, p. 293; t. 208, p. 253,
entre otros).
Que, sin embargo, esta Corte ha establecido también en causas que versaban sobre
materias análogas, que "es una de las más preciosas garantías consagradas por la
Constitución la de que ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo
fundado en ley anterior al hecho del proceso" (Fallos, t. 136, p. 200); que "toda nuestra
organización política y civil reposa en la ley. Los derechos y obligaciones de los
habitantes así como las penas de cualquier clase que sean, sólo existen en virtud de
sanciones legislativas y el Poder Ejecutivo no puede crearlas ni el Poder Judicial
aplicarlas si falta la ley que las establezca" (Fallos, t. 178, p. 355 [8]); y que "la
configuración de un delito, por leve que sea, así como su represión, es materia que hace
a la esencia del Poder Legislativo y escapa de la órbita de las facultades ejecutivas.
Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohibe
(art. 19, Constitución). De ahí nace la necesidad de que haya una ley que mande o
prohiba una cosa, para que una persona pueda incurrir en falta por haber obrado u
omitido obrar en determinado sentido. Y es necesario que haya, al mismo tiempo, una
sanción legal que reprima la contravención para que esa persona deba ser condenada por
tal hecho (art. 18). Estos dos principios fundamentales y correlativos en el orden penal,
imponen la necesidad de que sea el Poder Legislativo quien establezca las condiciones
en que una falta se produce y la sanción que le corresponde, ya que el Poder Ejecutivo
solamente puede reglamentar la ley, proveyendo a su ejecución, pero cuidando siempre
de no alterar su sentido (art. 86, inc. 2°)" (Fallos, t. 191, p. 245 [1]).
Que la necesidad de que el régimen de faltas tenga carácter legislativo y emane, por
consiguiente, del Congreso como legislatura local para la Capital y territorios
nacionales, y de las legislaturas provinciales para sus respectivas jurisdicciones, fué
asimismo reconocida y destacada en los antecedentes del Cód. Penal en vigor (Rodolfo
Moreno [h.], "El Cód. Penal y sus antecedentes", t. 1, núms. 93 y sigts.).
Que conforme con esta doctrina, la "ley anterior" de la garantía constitucional citada y
del principio "nullum crimen, nulla poena sine lege", exige indisolublemente la doble
precisión por la ley de los hechos punibles y de las penas a aplicar, sin perjuicio de que
el legislador deje a los órganos ejecutivos la reglamentación de las circunstancias o
condiciones concretas de las acciones reprimidas y de los montos de las penas dentro de
un mínimo y máximo (Fallos, t. 148, p. 430). En el sistema representativo republicano
de gobierno adoptado por la Constitución (art. 1°) y que se apoya fundamentalmente en
el principio de la división de los poderes, el legislador no puede simplemente delegar en
el Poder Ejecutivo o en reparticiones administrativas la total configuración de los delitos
ni la libre elección de las penas, pues ello importaría la delegación de facultades que son
por esencia indelegables. Tampoco al Poder Ejecutivo le es lícito, so pretexto de las
facultades reglamentarias que le concede el art. 86, inc. 2° de la Constitución, sustituirse
al legislador y por supuesta vía reglamentaria dictar, en rigor, la ley previa que requiere
la garantía constitucional del art. 18.
Que el art. 27 del Cód. de Proced. Crim., en cuanto dice: "El juzgamiento de las faltas o
contravenciones a las ordenanzas municipales o de policía, corresponde,
respectivamente, a cada una de estas administraciones, cuando la pena no exceda de un
mes de arresto o $ 100 de multa", sólo ha concedido a esas administraciones la facultad
de juzgar las faltas o contravenciones, como surge de su propio texto, y no la de
configurarlas o definirlas, facultad esta última de estricto carácter legislativo, como ya
se ha dicho, ajena a los órganos de aplicación o de juzgamiento.
Que, en consecuencia, es también claramente contrario a la garantía constitucional antes
aludida y al sistema de gobierno establecido por la Constitución, el precepto del art. 7°,
inc. a) del decreto 33.265/44 (2), ratificado por la ley 13.830 (3), que faculta a la Policía
Federal, con exclusión del territorio de las provincias, para "emitir y aplicar edictos,
dentro de la competencia asignada por el Cód. de Proced. Crim. (ley 2372 [4]), para
reprimir actos no previstos por las leyes, en materia de policía de seguridad; y dictar las
reglas de procedimiento para su aplicación", desde que tal facultad de emitir edictos
para reprimir actos no previstos por las leyes va mucho más allá de la facultad
simplemente "reglamentaria" que corresponde al Poder Ejecutivo o a las reparticiones
administrativas, en su caso, e importa la de legislar en materia exclusivamente reservada
al Congreso (art. 67, inc. 11).
Que es innegable la necesidad de mantener estrictamente la vigencia del principio
"nullum crimen, nulla poena sine lege", contenido en la garantía consagrada por el art.
18 de la Constitución, no sólo porque se trata de un principio constitucional -y esta
única consideración bastaría para aquel efecto- sino, también, porque es notorio que las
modernas formas de autoritarismo o despotismo utilizan los edictos policiales como uno
de los instrumentos más eficaces para la opresión de los ciudadanos y la restricción de
las libertades públicas.
Que en atención a los fundamentos precedentes, carece de interés examinar los demás
agravios invocados por los apelantes.
Por ello, y las consideraciones concordantes del meditado dictamen del procurador
general, se revoca la sentencia apelada en cuanto ha sido materia del recurso. - Alfredo
Orgaz. - Manuel J. Argañarás. - Enrique V. Galli. - Carlos Herrera. - Benjamín Villegas
Basavilbaso.